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Juaritos City (Mi lector punk)

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Juaritos CityFoto: Cortesía del autor
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Cuando era niño viajé en tren a Ciudad Juárez. Mi madre me sambutía por la primera ventana abierta que veía con el vagón todavía en marcha para que apartara los lugares. Entonces nada era numerado. Ni los asientos en el Estadio Corona. Ni las butacas del Estadio Revolución. Tardábamos 24 horas en llegar a nuestro destino. La contemplación del desierto fue mi primera incursión en la narrativa norteña. Tantas horas hipnotizado por el paisaje fraguaron en mí la vocación por el road trip. Cuando mi tía Belem murió aquellos viajes cesaron. Y durante muchos años no volví a pisar Ciudad Juárez. Entré en fase de hibernación con respecto a la frontera.

EN EL 2002 MI COMPA EL PÁJARO y yo nos trepamos a la Bestia. Relaté la aventura en El karma de vivir al norte. Nuestro objetivo era visitar a La Peineta. Un amigo de Torreón que se había mudado a Ciudad Juárez. Tras día y medio de camino llegamos hambreados y sin dinero. Después de una semana de juerga regresamos de raite con un trailero drogado. Pero antes me traje un regalo. Mi primer tatuaje. La ilustración de Ricardo Hernández que aparece en la primera edición de Pedro Páramo. Dos perros que bien podríamos ser El Pájaro y yo. Desde entonces entablé una conexión con Ciudad Juárez. Ese tatuaje selló nuestra relación.

A partir de aquella expedición regresé a Ciudad Juárez con frecuencia. Para convivir con La Peineta. Para cruzar a El Paso a algún conciertito. Y para seguir rayándome. Tengo doce tatuajes. Y todos me los ha hecho La Peineta en Juaritos. Durante los recorridos que hice a lo largo de la última década y media tomó forma en mi cabeza la idea de escribir un relato ambientado en sus calles. Mientras La Peineta y yo caminábamos bajo el sol camino al expendio para comprar cervezas se me ocurrió la historia que más tarde se convertiría en “El menonita zen”. 

Fue un cuento que tardó muchos años en cuajar. Juárez como escenario me había hechizado, pero no quería escribir sobre la frontera desde el lugar común. Fue así que nació este menonita que medita. En lugar de retratar a Juárez como una geografía ominosa, me dispuse a volverlo un territorio donde la iluminación es posible. Por aquellos días volví a ver la película Midnight Cowboy. Y me imaginé a Jon Voight y Dustin Hoffman en el centro de Ciudad Juárez. Rápido hice la traducción en mi mente: Jon era un menonita y a Hoffman en su papel de tullido lo interpretaría un indocumentado sudaca. Ese fue el embrión para mis personajes. De ahí en adelante el relato se escribió solo.

Mi vínculo con Ciudad Juárez se consolidaría con la publicación de “El menonita zen”. Quizá el mejor cuento que he escrito. Si no uno de los mejores tres. 

HACE UNA SEMANA VOLVÍ A CIUDAD JUÁREZ, again, para participar en la Feria del Libro de la Frontera. Fue uno de los viajes más memorables que he tenido en años. En principio porque tuve la oportunidad de reencontrarme con varios amigos a los que no había visto en lustros. Uno de ellos el Bernie Jáuregui. Uno de los mejores anfitriones del mundo. Y en segundo porque Juárez me volvió a hacer un regalo invaluable. Esta vez no fue un tatuaje. No de esa clase. Pero una marca sí. Algo que difícilmente se me va a olvidar. Y por si las dudas, para blindarme de las malditas lagunas mezcales, lo voy a consignar aquí.

La contemplación del desierto fue mi primera incursión en la narrativa norteña

Mi estancia coincidió con el concierto de la banda newyorkina Diiv. El domingo presenté mi libro a las seis de la tarde. Para mí era importante, a nivel personal, que el menonita regresara a su cuna. Al terminar el evento firmé diez libros y La Peineta, Piñera, Bernie y yo salimos disparados hacia el puente libre. La noche anterior me había quedado hasta las seis de la mañana echando la chela con Rafa Rodríguez. Pero como ocurre siempre que hay un toquín, no importa lo desvelado o cansado que esté la adrenalina me mantiene en pie. O cómo creen que se aguantan tres días de festival. Bueno, y con la ayuda de algunas sustancias.

MILAGROSAMENTE, A LAS OCHO DE LA NOCHE ya estábamos del otro lado. Corrimos con la suerte de que la línea no nos demorara. Y eso que parecía Oxxo. Sólo había dos cajas abiertas. Nos fuimos directo al Lowbrow Palace. No hubo tiempo para una chelita previa. Ni para visitar la tienda de viniles. O de ir al límite con Nuevo México para comprar gomitas de THC. Minutos después entramos al venue. Una de las bandas teloneras ya había comenzado. Todavía faltaban casi dos horas para que Diiv subiera al escenario.  

Cuando la segunda banda telonera terminó me acerqué a la barra para comprar una cerveza. Un morro salido de la nada me abordó. No debía tener más de 29 años. Disculpa, ¿tú eres el escritor Carlos Velázquez? me preguntó. Sí, le respondí. Mucho gusto, me dijo. Soy tu lector, me dijo, y nos estrechamos las manos. Me confesó que era de Ciudad Juárez, pero que no podía volver a México porque era ilegal. Que su familia le compraba mis libros y se los cruzaba de manera ocasional. Que trabajaba lavando platos, ya sabes trabajos de inmigrante. Que había sido cadenero en el Monarch, un bar donde hacía algunos años Bernie me había organizado una presentación.

Me conmovió el morro. No el hecho de que me reconociera en el Chuco. Sino la manera en que obtenía mis libros. Es decir, el viaje que tenían que realizar para llegar a sus manos. Mi lector más punk. Nunca me dejará de sorprender el poder de la literatura. Su facultad para tender puentes. Encuentros como estos me llenan más de orgullo que cualquier premio. En una ocasión alguien me reconoció en la Plaza de Pedraza en España. Sí, donde se filmó la serie 30 monedas de Alex de la Iglesia. Son cosas que no te esperas. 

Como tampoco me esperaba que me atajara este morro fan de Diiv. Son este tipo de experiencias las que me llenan de satisfacción como autor. Un día antes, en el lobby del hotel me ocurrió también algo similar. El poeta pachuqueño Martín Rangel se me aproximó con una petición chistosa. Me dijo que su mamá era mi lectora. Y que no entendía por qué le gustaban mis libros. Pero que si por favor le podía mandar un audio de whatsapp a su jefa. Lo he dicho en otras ocasiones. Mis lectores son lo máximo. Y espero que mi humildad esté a la altura de sus muestras generosas de cariño.  

Después de veinte años de escritura el combustible para seguir produciendo, no parar, no flaquear, son lectores como Herman, el morro de Ciudad Juárez que vive como indocumentado en El Paso. Cuyo relato favorito, me confesó, es “Muchacha Nazi”. También es un gran aliciente para volver a Ciudad Juárez siempre. Para indagar cada vez más en sus profundidades. Para seguir alimentándome de ella. Juaritos fuente de inspiración. Y para seguirme tatuando.