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Una máscara para Ortega

"Doloridas, sin consuelo, vienen a cumplir el oficio de llorar a sus hermanos", señala el coro en Los siete contra Tebas, de Esquilo. En estas páginas, como en el teatro griego, dieciséis voces se reúnen para recordar, para subrayar sus afectos por el director de este suplemento desde su aparición, en junio de 2015: Roberto Diego Ortega. El conjunto destaca un gesto, un carácter, una memoria tejida a través de la amistad de años o de pocos
meses de intercambiar correos. El conjunto aplaude su vida noble, su trabajo más que luminoso. Descanse en paz.

Roberto Diego Ortega, Rafael Pérez Gay y Alberto Román.Foto: Cortesía de Delia Juárez G.
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Uno de los primeros regalos que me hizo Roberto Diego Ortega fue la historia de Joel Piedra, poeta desaparecido al inicio del periodo presidencial de José López Portillo, al cual el propio Ortega añadió más adelante una plaquette engrapada de tapa azul con los poemas de Piedra, Espolón de proa, impresa en julio de 1979 por la Máquina Eléctrica, con un prólogo de Rafael Vargas.

Piedra fue la parte más fugaz del Taller de Poesía Sintética, fundado por Arturo Trejo Villafuerte y hospedado por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Ortega sabía de memoria varios poemas de Piedra, entre ellos uno que está en la entrega de abril de 1977 de la Revista de la Universidad. Piedra fue el primero de ellos que llegó a la Máquina Eléctrica, una editorial —como Alcancía, de Justino Fernández y Edmundo O’Gorman—de cuarto de trebejos. La desaparición de Piedra los marcó a todos. Guillermo Fernández, uno de sus editores en la Máquina Eléctrica, creó un taller que puso bajo la advocación de Joel Piedra.

Entre los numerosos talentos de Ortega uno lo condenó a reconocerse en la otra belleza, como decía Adam Zagajewski, en la belleza ajena. Y a identificarla y celebrarla, como con Piedra.

Entre los numerosos talentos de Ortega uno lo condenó a reconocerse en la otra belleza, en la ajena

ORTEGA LLEGÓ al tps luego de la formación de su antología fundacional, Doce modos, aparecida en Ediciones El Mendrugo, de la poeta argentina Elena Jordana. Y sin embargo Ortega no fue ni el primero ni el último de ellos en darle sentido a una primera suma lírica, fechándola en 1977, ni en darla a la imprenta con un título general: Línea del horizonte, otra plaquette engrapada con tapa color crema, la cual correspondía al sello de la Máquina de Escribir que circuló a partir de abril de 1979. De estos naufragios se salvó “Voladero”, publicado en la entrega de agosto de 1977 en la Revista de la Universidad, y luego espigado por Gabriel Zaid para su Asamblea de poetas jóvenes de México (1980): 

Una señal oculta

búsqueda desahuciada por horas

[que se manchan

miradas de antes en mutaciones

[implacables

ternuras no encontradas por entero

[nunca

emociones que sin presencias

[agonizan

sospechosos desvelos

inmotivadas promesas al asedio

[de la noche

proximidad al voladero

obligado matiz de ciertos tiempos

pantanos presentidos en secreto

voces previsibles que quisimos

[escuchar

pero no del todo:

despeñarse es inminencia

[sin sentido

íntimo compromiso furtivamente

[consumado

a tientas

en silencio

con nosotros mismos.

ENTONCES EMPEZÁBAMOS a escribir notas para el suplemento cultural de una añosa revista política, Siempre!, a raíz de que en noviembre de 1977, Carlos Monsiváis nos invitó a Luis Miguel Aguilar, a Ortega y a mí a asistir a Bernardo Recamier en la formación de La Cultura en México los lunes por la tarde —sesiones de cuatro horas que hicimos transitar de la oficina de Vicente Rojo en la Imprenta Madero, en Iztapalapa, donde medíamos, marcábamos, leíamos y corregíamos las colaboraciones de cada entrega, hacia nuestra íntima distensión etílica en un lugar como La Bodega, digamos, durante la cual se podía hablar hasta bien pasada la medianoche y sin temor a enfadar a nadie de Auden y Schwartz y Berryman o de Vallejo y Neruda y Lezama Lima, en particular, y aun sólo de literatura e historia. O bien podíamos bordar sobre las inexplicables desapariciones en las atmósferas culturales de la hora.

Malos tiempos para dedicarse a la poesía, pero tal vez peores para llamarse Piedra.