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La melancolía del polvo

Fetiches ordinarios

Man Ray y Marcel Duchamp, Élevage de poussière, 1920.Fuente: museoreinasofia.es
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En la batalla diaria contra el polvo siempre llevamos la de perder. De un lado, la artillería esforzada de escobas, plumeros, trapos, aspiradoras; del otro, la táctica milenaria de tomarnos desprevenidos con paciencia y acumulación. Aunque lo veamos flotar con destellos de una belleza engañosa a través de los rayos de luz, el polvo nos sorprende cuando ya ha cubierto con un velo gris todas las superficies, incluidos los rincones menos visitados de nuestra mente.

UNA PARTE DEL POLVO DOMÉSTICO proviene de nosotros mismos: de las células muertas de la piel; polvo somos y al polvo volveremos. Los ácaros que se alimentan de ellas, así como sus deshechos y heces, también lo componen en gran proporción, y según los médicos serían los principales responsables de las alergias. Además se conforma de pelos, hollín, esporas, virus, tierra transportada en los zapatos, hongos, polen, cadáveres de insectos y hasta de la arena del desierto del Sahara, que atraviesa el Océano Atlántico durante la estación seca del año. Una tolvanera al otro lado del mundo puede ser la causa de una crisis de estornudos, pero lo cierto es que sin esos flujos planetarios los suelos serían menos fértiles y ricos, por no hablar de que habría muchas menos nubes, pues el vapor se adhiere a las partículas suspendidas.

La genealogía del polvo nos haría remontarnos al origen del universo. Esta mota de sal, tan diminuta que se antoja el grano de un grano, ¿de qué mar se habrá evaporado y en qué siglo? ¿De dónde proviene esta partícula de caucho: del derrapón de ayer en el crucero o del rebote impredecible de una pelota prehispánica? Y estas briznas de azufre, revueltas entre escamas, limaduras de metal y fragmentos de ojo de mosca, ¿proceden de la erupción de un volcán hace miles de años o de un experimento fallido en el laboratorio de química? ¿Hay rastros de la cabellera de un cometa en el paño con que limpiamos la ventana?

El polvo tiene la tentación de volar, de suspenderse juguetonamente en el aire; más allá de sus cabriolas y de sus arranques furiosos en forma de torbellino, su vocación genuina es la de posarse sobre el lomo de las cosas como un presagio de melancolía. Su medio predilecto son las habitaciones oscuras y mal ventiladas y su aspiración última es el encierro. Aunque pueda parecer inocuo —la caspa del paso del tiempo sobre el mundo—, no deja de ser dañino en mayor o menor medida, de allí que quienes se guarecen tras de cortinas pesadas y eligen los ambientes lóbregos desarrollen a menudo asma o dolencias respiratorias.

Crece de forma lenta y espontánea, lo cual no excluye que pueda cultivarse. Duchamp tuvo uno o varios criaderos de polvo

HABITADO POR DISTINTAS CRIATURAS microscópicas, el polvo está en cierta forma vivo. Comparable a un musgo incoloro o a un ecosistema sin peso, crece de forma lenta y espontánea, lo cual no excluye que también pueda cultivarse. Marcel Duchamp tuvo uno o quizás varios criaderos de polvo. Según sus apuntes, el polvo le interesaba como materia prima para un nuevo pigmento, una especie de color neutro o “no color”, que idealmente se crearía a partir de la materia gris del polvo acumulado durante meses, y con el que compondría obras alejadas de la pintura, por fin ya desprendidas de lo retiniano, que sintonizarían directamente con la materia gris del cerebro. A uno de esos criaderos —el que fotografió su amigo y cómplice Man Ray en 1920—, lo llamó Élevage de poussière, que se puede traducir como “criadero” o “cultivo” de polvo, aunque el término francés élever significa también “elevar” o “levantar”. La elección de la palabra es significativa por los múltiples sentidos que abre, pero en particular por la connotación de que algo animado y viviente está en juego. En vez de referirse a un simple depósito de polvo, a un proceso mecánico de acumulación, en el que se haría visible una capa de inactividad —o de abandono intencional del trabajo—, Duchamp elige un término que no sólo enaltece a esa sustancia compleja e infraleve, sino que revela que el proceso es un auténtico método de crianza, una suerte de invernadero del “no color”, una caja de Petri para la selva volátil de su grisura, en la que prospera algo autónomo y cambiante, a medio camino entre lo micótico y lo animal.

Sé que en algunas bibliotecas crepusculares se deja crecer el polvo sobre el canto de los libros como una estrategia de defensa contra los depredadores de papel: una barrera decrépita, antes que propiamente tóxica, contra la avidez de las polillas. Pero si descontamos estas excentricidades y proyectos artísticos, es muy raro que se alienten bosques domésticos de polvo; tan raro como si se cultivaran granjas de moho en techos y paredes para la contemplación de manchas. Durante los meses interminables de esta pandemia, la cruzada contra el polvo alcanzó, al parecer, niveles nunca vistos, ya en los límites de lo patológico; un poco porque, encerrados en casa, había que ocuparse en algo, un poco porque sobre la pelambre de ese monstruo horizontal e imponderable parecía dormir una amenaza de muerte.

EFECTO DEL DESGASTE y la erosión de las cosas, el polvo puede rebosar de vida en su interior, pero se asocia con la destrucción y la ruina. Hay culturas y civilizaciones sin nombre de las que no queda más que el polvo; sabemos que nuestros huesos, en caso de no ser cremados, terminarán por desintegrarse en una variedad más lenta pero igual de frágil de ceniza. Morder el polvo significa humillación y derrota, pero deriva de la costumbre medieval de comer tierra ante la inminencia de la muerte como beso de despedida al planeta.

Según recientes teorías científicas, la clave del origen de la vida podría encontrarse en el polvo cósmico, en los residuos de asteroides y las esquirlas infinitesimales de antiguas supernovas; sin embargo, lo que nos obsesiona es pasar el trapo a la capa de polvo sobre los muebles, ya que en ese velo insustancial vemos reflejado nuestro destino. La cualidad germinativa y nutricia del polvo —no en vano los españoles se refieren coloquialmente al acto sexual como echar un polvo—, así como los ciclos de regeneración de la vida, se antojan un flaco consuelo frente a la certeza del declive y la extinción.

Del célebre versículo bíblico “polvo eres y al polvo volverás” (Génesis 3:19), pasamos por alto que ya somos polvo —polvo de estrellas, si queremos darnos importancia— y que volveremos a la tierra porque de allí fuimos tomados.

¿Por cuánto tiempo flotan en el ambiente las células muertas de quien acaba de morir? ¿Cuántos días después de que alguien ha partido respiramos aún las trazas de su aliento? La batalla contra el polvo es una batalla perdida porque no se puede vencer a la muerte, ni siquiera a sus emisarios más sutiles. De las tareas cotidianas, quizá no haya otra más melancólica que la de lidiar con el polvo.