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Oda a la desintoxicación

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Oda a la desintoxicaciónFoto: Cortesía
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Ser norteño y no comer harina es una contradicción hasta ontológica.

Los foráneos descubren el porqué de nuestra complexión cuando entran en contacto con nuestra comida callejera. Es imposible no sucumbir ante droga tan dura. Soy un devoto de la gastronomía de mi región. Soy un atascado del burrito de chicharrón prensado. Es más esclavizante que la cocaína, el alcohol y el fentanilo juntos. No, no es una exageración. Es más adictivo que la galleta Oreo. 

No, no es esta una columna chovinista para presumir que la gastronomía de mi ciudad es mejor que la de otras zonas del país. Es la confesión desesperada de un hombre que ha cumplido cuarenta y seis años y ha decidido someterse a un experimento. Que consiste en algo muy sencillo. Mantenerse un mes alejado de la harina. No se trata de una dieta. No, por Dios, tampoco piensen que es a causa de la culpa. Es un ensayo. El intento por educar un poco el lóbulo frontal. Con qué objeto. Con la finalidad de saber si soy capaz de hacer una pausa. De saborear las mieles del dichoso autocontrol.

He elegido el peor momento para hacerlo. Por un error de cálculo, mi decisión ha coincidido con dos eventos ineludibles para un ciudadano de cantina como yo: la Eurocopa y la Copa América. Pero he decidido seguir adelante porque la dificultad del reto agravada por los partidos de fut me puede insuflar la confianza suficiente para emprender otras grandes hazañas. Sí consigo esto, me dije, es probable que reúna el carácter suficiente para por fin cortarme las uñas de los pies yo mismo. Y ahorrarme la fortuna que gasto en paticure. Una de las peores cosas de envejecer ha sido la celeridad con la que me crecen las garras de los pies. Maldición que abordaré en una futura columna.

A LO QUE NOS TRUJE, PUES. Para mayor comprensión de mis palabras, voy a dibujarles un mapa mental de la ciudad. Véanse a sí mismos como un policía a bordo de una patrulla recorriendo las calles. En casi cada bendita esquina hay un man, o a veces una doña, con una yelera embarazada de burritos. No sé si se deba a la costumbre, o a una distorsión de la realidad, pero desde que tengo memoria la seducción que ejerce el burrito de yelera sobre mí es infinitamente superior a la que ejerce el burrito servido al instante. 

La fiesta tiene sus implicaciones. El éxito del burrito de yelera se fraguó al convertirse en artículo de primera felicidad al salir del antro de madrugada. Pero se supo adaptar, o nos supimos adaptar a él, al noctambulismo. Aquí el burrito es nocturno. A diferencia de otras latitudes de este largo y ancho Norte. La combinación de un buen guiso y una tortilla de harina de calidad siempre tendrá un lugar en el corazón de los habitantes de La Laguna.

Ahora imaginen al sujeto que esto escribe montado en su coche tras las yeleras luminosas de madrugada como Patrick Bateman buscando víctimas. Multiplíquenlo por semanas, luego por meses y al final por años. Sumen el factor de que dejé de nadar durante unos meses. Entenderán entonces el porqué de las dimensiones de mi cuerpo. Y entenderán también esa necesidad de un detox temporal de la harina. Y que nada tiene que ver con ese prejuicio tan de moda contra el gluten. Es más fácil oponer resistencia al capitalismo salvaje que a un burrito de yelera.

El éxito del burrito de yelera se fraguó al convertirse en artículo de primera felicidad al salir del antro de madrugada

Una de las primeras acciones que debe tomar el adicto en proceso de desintoxicación es cortar con las amistades peligrosas. Aquellas que lo empujen a una recaída. En mi caso debía mantenerme alejado de la

lucha libre. El man que vende afuera me tiene bien ganchado de su producto. En especial del burrito de chile relleno. Estar todo lo fuera posible del radio de acción de los burros del Apá. De los burros del HEB. Y de Rodo. Un man que todos los días se aposta a las siete de la tarde afuera de un expendio con su yelera. Para cuando se estaciona con su carrito, de esos llamados zapatitos por su tamaño, ya tiene una fila enorme esperándolo.

INSÓLITO, PERO LO CONSEGUÍ. Eludí las trampas que ponían en riesgo mi triunfo. El cronómetro comenzó a desplazarse y para cuando tomé conciencia ya había acumulado veinticuatro horas sin comerme un burrito. Luego fueron cuarenta y ocho. Y después setenta y dos. ¿Merecía una medalla? ¿Un aplauso? Esa noche no conseguí dormir. No sé si a causa de la excitación. Me sentía un científico loco que se salía con la suya después de que la humanidad se hubiera burlado en su cara. Ojalá esta determinación la hubiera tenido la Selección Nacional al enfrentar a Ecuador.

A la mañana siguiente me sentí mal. Las extremidades no me obedecían. El terror que sentía Borges de despertar en un tiempo que no fuera el suyo se hacía realidad en mí. Marqué al 911 y veinte minutos más tarde arribó una ambulancia. Los paramédicos me empotraron en una camilla y con la sirena a todo volumen atravesamos esta ciudad de puestos matutinos de gorditas que anegan las banquetas. Me dolía la cabeza, tenía la ropa empapada de sudor y veía borroso. Me auscultaron como si fuera un ser de otra galaxia. Uno donde no existen los burritos. 

Qué tengo, doctor, dígame la verdad, exigí. Estaba preparado para todo, menos para aquella respuesta. Se está desintoxicando, me dijo. Los síntomas que presenta son los típicos del síndrome de abstinencia. Si continúa por esa senda, en breve su ciclo de sueño se estabilizará, su libido despertará y podrá volver a jugar a los quemados. Fui presa del pasmo. Así que esto se siente una vida sin harina, reflexioné. Mi cabecita, loca por vocación, no resistió la tentación de fantasear con el futuro. Hice

planes de aquí al 2060. Por fin voy a comprarme la freidora de aire.

Los días siguientes fueron de una liberación absoluta. Atravesaba la ciudad como si fuera un campo de guerra sin que una bala me hiriera. Podía ser testigo de cómo la gente se atiborraba de burritos sin que se me antojaran. Sin que la ansiedad por sentir el prensado en el paladar se manifestara. A este paso seguro que eludiría la cirrosis. Unas cervezas no matan a nadie. Pero unas cervezas más prensado, más harina, en cantidades industriales, podrían causarme complicaciones hepáticas. Era un hombre nuevo. Menos inflamado. Más empático.

Entonces vino mi caída. Me reuní un partido sí y otro también en la cantina para los partidos de la Euro y de la Copa América. Cada tarde Jimmy Burritos llegaba con su yelera a causarme tentación. Nunca me dobló. Hasta una tarde en que se sentó a mi mesa un bato que no conocía. Me dijo que era vegano. Y que no soportaba ver a la gente comer carne. Le pedí a Jimmy seis de prensado y me los tragué delante de aquel sujeto mientras contemplaba cómo mi experimento se iba a la mierda. A partir de aquel día volví a mi antiguo régimen. 

Por cierto, no conseguí completar el mes siquiera.