Poesía venezolana del siglo XX

“En el espejo donde te miras / no hay nadie”, escribe Rafael Cadenas (1930) en Nupcias, mientras su coterránea Eleonora Requena (1968) desliza estos versos en Nido de tordo: “El laberinto entró en Esther. Se le trepó en las sienes desliendo lo de afuera y lo de adentro”. Ahí, dos muestras de que la contundencia de la poesía venezolana no puede cuestionarse. En este ensayo, Gisela Kozak, autodenominada caraqueña achilangada (nació en Caracas, vive en México), se asoma críticamente a la lírica de su país de origen.

Poesía venezolana del siglo XX Foto: Fuente: twitter.com

Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX (Pre-Textos, Valencia, 2019) muestra una sensibilidad estética enraizada en los ámbitos imaginarios de una nación, alimentada de la plena conciencia del acontecer poético propio, pero con el ojo en las lenguas poéticas del orbe.

En este sentido, la poesía venezolana no se diferencia de la contemporánea, en castellano o en otras lenguas, siempre movida y conmovida por los intercambios y traducciones que han configurado un espacio singular para este género literario. El esfuerzo de los escritores, ensayistas y críticos literarios Antonio López Ortega, Miguel Gómez y Gina Saraceni tiene la virtud de sostenerse en tres perspectivas diferentes, desde las cuales se acordaron los nombres y textos de este volumen de más de mil páginas.

Tratándose de una literatura con poca presencia en el ámbito literario mundial, sobre todo en comparación con la mexicana, la española o la argentina, sorprende la variedad, calidad y profusión de voces poéticas en Venezuela. Cabe preguntarse por qué un país tan volcado en el siglo XX hacia la modernización fue tan modesto en sus empeños por darse a conocer en circuitos literarios internacionales, habiendo tenido en el siglo XIX —tal como indican los compiladores— una figura de tan fuerte proyección como Andrés Bello, muy denostado por su poesía cívica en la actualidad, pero con una influencia gigantesca en el siglo XIX hispanoamericano.

Es un lugar común decir que la modernidad rentista y próspera, con altas cuotas de movilidad social y posibilidades de publicación en editoriales estatales, restó ímpetu a la necesaria vinculación de los poetas con el exterior, e influyó en su reconocimiento. Podría afirmarse, igualmente, que el carácter espasmódico de las políticas culturales venezolanas no permitió aprovechar de manera cabal una casa editorial como Monte Ávila, de modo que lograra la presencia, por ejemplo, del Fondo de Cultura Económica. Esta situación de relativo aislamiento ha cambiado desde que los autores comenzaron a migrar en los años noventa del siglo XX.

Regados por el mundo, hombres y mujeres de letras provenientes de Venezuela se constituyeron así en representantes de su quehacer literario.

La modernidad llega también por la vía de las lecturas hechas por los poetas y se expresa con el verbo libre de la prosa, como en los textos de José Antonio Ramos Sucre

LAS RELACIONES de la poesía venezolana con el ámbito de la lengua castellana, específicamente el hispanoamericano, se evidencia desde la “Silva criolla” (1901), de Francisco Lazo Martí (1869-1909). La invitación a abandonar la decadencia ciudadana anuncia la contradicción perenne entre poesía y modernidad, que marcó las literaturas de las últimas centurias, en especial la del siglo XX. Se trata de una productiva contradicción que se decantó en la apuesta por una expresión nacional y, también, en el permanente cuestionamiento hacia la transformación en todos los órdenes de la existencia que, en definitiva, hizo posible la ruptura con las formas poéticas del pasado.

Un ejemplo de la primera apuesta es la de Alberto Arvelo Torrealba (1905-1971) en “Florentino, el que cantó con el diablo” (1950), que nos recuerda el romancero con su narración de hazañas. Ese poema propio de la primera mitad del siglo XX, no es casualidad, tal como se recuerda en el prólogo, que el músico nacionalista venezolano Antonio Estévez haya compuesto, a partir de este texto, su “Cantata Criolla”, versionada, por cierto, por el director mexicano Eduardo Mata al frente de la orquesta Simón Bolívar y sus coros. El regionalismo fue un movimiento continental que atravesó todas las manifestaciones artísticas y se prestaba a colaboraciones entre diversas manifestaciones estéticas.

Las batallas culturales no se libraron siempre en la arena pública, dominada por los hombres, sino también en las voces que desde la periferia sorprenden por su audacia estética. El telurismo no tiene que ser vía exclusiva de valores opuestos a la urbe y la modernidad, como evidencia la escritura de las mujeres, específicamente en el caso de Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1962). La libertad vanguardista se manifiesta en la poesía erótica de María Calcaño (1906-1956), quien vivió aislada del mundo en un ambiente rural. En definitiva, la modernidad llega también por la vía de las lecturas hechas por los poetas y se expresa con el verbo libre de la prosa, como en los textos de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930). Escritor sin género literario definido y políglota consumado, Ramos Sucre, poeta mayor en castellano de la primera mitad del siglo XX, se sumerge a voluntad en las tradiciones y culturas de las que dispuso en tanto lector, en un sentido perfectamente comprensible para los admiradores del argentino Jorge Luis Borges.

ENTRE LA APETENCIA telúrica y el desafío urbano, con la mira puesta en el mundo más que en su propia tradición popular e hispánica, la poesía del siglo pasado en Venezuela exhibe voces singulares en lugar de espíritu de grupo, amén de una apropiación libérrima de todos los vientos estéticos. En definitiva, la naturaleza proteica de la literatura contemporánea es irreductible a los movimientos, por más influyentes que éstos sean, y la poesía hispanoameri-cana y española siguió caminos no sólo diversos sino divergentes. Desde Antonio Arráiz (1903-1962) hasta Vicente Gerbasi (1913-1992) y Antonia Palacios (1904-2001), pasando por Fernando Paz Castillo (1893-1981) y Luis Enrique Mármol (1897-1926), la apropiación de las vanguardias históricas del siglo XX nunca será inmediata y, mucho menos, mimética. La poesía de Ana Enriqueta Terán (1918-2017) hace honor a las fuentes de los místicos desde una reivindicación de la voz poética femenina. El registro de lo telúrico y del lenguaje local como fuerza raigal de la poesía tendrá en Ramón Palomares (1935-2016) un exponente máximo, el cual convivirá en el grupo Sardio con autores como Guillermo Sucre (1933-2021), vinculado a corrientes internacionales con clara voluntad cosmopolita. Hesnor Rivera (1928-2000), Miyó Vestrini (1938-1991), Víctor Valera Mora (1935-1984) y Caupolicán Ovalles (1936-2001) aluden al espíritu rebelde y cuestionador del surrealismo, pero sus textos se mueven entre la política de izquierdas, el desafío a las convenciones dentro de un espacio ya francamente urbano como el medio literario venezolano y la búsqueda de un registro propio. Alfredo Silva Estrada (1933-2009) y Elizabeth Schön (1921-2007) llevan esta apuesta rupturista a su mejor realización, con un lenguaje de gran precisión verbal.

No obstante la multiforme variedad de la palabra poética venezolana, el título de esta antología, Rasgos comunes, acierta por cuanto variedad no se opone a redes y encuentros. En el prólogo, “Las zonas del canto”, se señala la vocación ética de una poesía atenta a las transformaciones radicales habidas en el siglo XX y sus consecuencias en la experiencia de la vida contemporánea. Venezuela tuvo la mejor época de su historia en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo en términos de movilidad social y de cambios de las relaciones sociales, pero el campo literario venezolano se afincó, como ocurrió en tantos otros países, en la tensión entre el sentido político y el sentido estético del quehacer literario y entre el desencantamiento moderno y las libertades que le son inherentes.

Rasgos comunes ı Foto: Especial

Los cuerpos excluidos en el seno de la nación clamaban por un lugar en las representaciones culturales, negado por las lógicas que privilegian unos cuerpos sobre otros. Esta nación, construida desde esas lógicas, contenía en germen la rebelión en su contra pero también la pasión hacia su fuerza formadora y al mismo tiempo represora. La peculiar lucha estética contra el pasado es evidente en los textos compilados, en los cuales se debaten influencias, tópicos, ideas y traducciones que han de ser revelados por la labor crítica y lectora en todos sus alcances. En suma, modernidad, representaciones, la nación y los cambios culturales son los rasgos comunes señalados por los compiladores para el amplio corpus de textos antologados.

LA REPRESENTATIVIDAD de la muestra es un valor central pues basta acercarse a este libro para entender las rutas seguidas por la poesía de un país en el que han surgido figuras mayores como Rafael Cadenas (1930) y Yolanda Pantin (1954), por no hablar del otrora reconocido Andrés Eloy Blanco (1897-1955), exilado en México —donde murió—, o de Eugenio Montejo (1938-2008) y Juan Sánchez Peláez (1922-2002), entre los más identificables fuera de las fronteras venezolanas. El segundo rasgo importante es el empeño por darle un lugar a figuras olvidadas, apenas antologadas o estudiadas. Un caso es el de Salustio González Rincones (1886-1933), capaz de escribir en 1907 un irónico poema en verso libre con el título de “Carta de Salustio para su mamá que estaba en Nueva York”. Otro ejemplo es el de Aly Pérez (1955-2005), con una posición excéntrica respecto al campo literario, dominado por Caracas, cuyo largo poema “Desalojo de las palomas de Calicanto” exhibe una altura poética similar a sus contemporáneos más reconocidos, como Igor Barreto (1952), Rafael Castillo Zapata (1958) o Miguel James (1953), sumergidos en las hablas urbanas en los años ochenta. También se señala el valor de la obra de escritoras al estilo de Emira Rodríguez (1929-2017), casada con una gran figura literaria, Juan Liscano (1915-2001), incluido desde luego en este volumen, y opacada, de algún modo, por el sitial de su marido. En tercer lugar, destaca la calidad de los textos, cuya selección puede ser objeto de debate, como siempre ocurre con los criterios de las antologías, pero que expresa la aguda conciencia del oficio.

Rasgos comunes no es insensible a los temas de esta época y actualiza el decir poético venezolano en términos de su conexión con el género, la raza y la orientación sexual. Armando Rojas Guardia (1949-2020), uno de los grandes nombres de la poesía venezolana contemporánea, cultivó la poesía mística tanto como la expresión de la homosexualidad. Ana Nuño (1958), dueña de un registro cultivado hasta la erudición, es una voz singular en la expresión del tema lésbico. Imposible no mencionar a Hanni Ossott (1946) y a la inigualable Ida Gramcko (1924-1994), voces poéticas comparables a Alejandra Pizarnik, Blanca Varela u Olga Orozco, y también a María Auxiliadora Álvarez (1956), quien fuera profesora de la UNAM.

La representatividad de la muestra es un valor central
para entender las rutas seguidas por la poesía de un país en el que han surgido figuras mayores como Rafael Cadenas (1930)

Santos López (1955), por su parte, reivindica lo sagrado desde las raíces indígenas. Se incluyen, además, primeros textos de voces importantes de la poesía venezolana del siglo XXI, entre otros María Antonieta Flores (1960), Jacqueline Goldberg (1966), Luis Enrique Belmonte (1971), Arturo Gutiérrez Plaza (1962), Eleonora Requena (1968) y Carmen Verde Arocha (1967).

A esta última pertenece el poema “Arrodillada” (p. 1132):

El agua echa una ojeada a la

muerte. De qué nos sirve

mirar tanto hacia arriba;

la claustrofobia está detrás

del cielo.

¿Qué hago con estos pelícanos

en las manos? ¿Por qué

palidecen?

Tengo los huesos llenos de peces.

Ahora sé cómo viven las olas,

por qué soy la hija mayor del

padre. El olor a carbón

para siempre,

en este río que no tiene

término.

Arrodillada

creyéndome álamo desnudo

y con el peso del cielo.

Un charco de junio

busca mi rostro,

se burla igual que los muertos

de mis manos.

Una soledad larga y cercana

como una cruz de mayo

es mi adiós.

Estoy sola con mis voces,

con los gestos que viven

de lo añorado,

en este barro que me hace feliz.

Por último, tanto el prólogo como las presentaciones de cada autor o autora ofrecen información que sirve para vincularlos con las redes literarias mundiales. No está de más recordar que hoy la poesía es apenas leída por un público distinto al de sus oficiantes, amén de reducidos sectores de la crítica académica y de la lectoría literaria. En su cualidad subterránea y cosmopolita reside la posibilidad de su sobrevivencia como arte verbal, por lo cual establecer redes y marcar las constelaciones entre poetas de una nación determinada y sus pares de otros lugares es una tarea de la crítica literaria vital para el género, sobradamente cumplida por Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Gina Saraceni en esta antología.