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Recuento express de mi rol por Frisco

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

La legendaria librería City Lights, en San Francisco, California.Foto: Cortesía del autor
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Aterricé con una prisa peor que si trajera diarrea. Mi propósito: patearme San Francisco en 72 horas.  

Como si de pagar una manda se tratara, lo primero que hice fue hincarme ante la frase de Ferlinghetti grabada en el piso de la avenida Columbus. Poetry is the shadow cast by our streetlight imaginations. Por una nota en la entrada de la librería City Lights me enteré de que el poeta Neeli Cherkovski había fallecido un par de días antes. Entré al Vesubio a beberme una cerveza en su honor y un poco bajoneado salí a recorrer el barrio chino.

Chinatown es una ciudad dentro de la ciudad. Basta con recorrer unas cuantas de sus calles para que te entren deseos de hablar mandarín. Patos confitados que cuelgan de ganchos en los restaurantes y puedes contar con los dedos de una mano los gringos que circulan por el barrio. Sus callejones cargados de motivos te inducen la sensación de encontrarte atrapado en un capítulo de El hombre en el castillo. Pero lo que más sorprende de Chinatown es que pese a que San Francisco está plagado de homeless, sus calles están limpias de indigentes. No orbitan ni de noche. Tienes que caminar hasta Union Square, en el Distrito Financiero, para volver a toparte con uno.

Un túnel que por las noches está iluminado, conecta a Chinatown con Union Square. Pero si algo relumbra de San Francisco es que, a diferencia de otras ciudades gringas, la puedes recorrer a pie. Prescindir de Uber a tu antojo es una de las mayores bendiciones que ofrece. Y otro de sus regalos es su sistema de transporte. Por cinco dólares los autobuses te llevan a todos los rincones. Y si bien los boletos expiran, los choferes no te los revisan por lo que puedes usarlos tantos viajes y tantos días como te plazca.

Al día siguiente abordé el 130 frente al City Hall. Me depositó a los pies del Golden Gate. Junto al puente subyace un parque. Una tienda de suvenirs ocupa el edificio central. Hacia la derecha, un túnel diminuto, tienes que agacharte, te conduce al malecón, donde puedes ver a la gente pescando cangrejos. Hacia la izquierda está Fort Point. Un impresionante edificio militar que ahora oficia de museo. La entrada es gratis y puedes subir hasta el techo. La quietud y la soledad que se experimenta ahí arriba son sólo interrumpidas por el fuerte viento. Que no es impedimento para que los surfistas cacen olas. 

A pesar de ser lunes, el carril para peatones del Golden Gate estaba más transitado que la calle Madero de la Ciudad de México un domingo por la mañana. A ambos lados del puente, mallas de red impiden a los suicidas saltar. Nadie puede convertirse en una celebridad a sus costillas. Cruzar el Golden Gate caminando no es algo que te cruce por la cabeza hasta que te encuentras ahí. Un fantasma tira de ti. Cuando menos piensas estás en medio de una especie de nada. Aunque a tu alrededor haya otros desubicados como tú. 

Reservé para caerle a El Castro. Aunque mundialmente famoso, el epicentro gay de San Francisco consta apenas de dos calles

SAN FRANCISCO PARECE ENCAPSULADO en los setentas. Y esta sensación es todavía más fuerte en Haight-Ashbury. Como amante de la música mi obligación era explorar el distrito. Visité la casa donde había vivido Janis Joplin, Jimi Hendrix, ahora una tienda de mascotas, y los miembros de Greatful Dead. Es una peregrinación con la que sueña todo melómano. Tampoco podía faltar la parada en Amoeba Records, que a diferencia de la de Hollywood Boulevard me pareció mal surtida y un tanto descuidada. Pero es precisamente ese espíritu el que hace único a San Francisco. Ante el glamur, lo chagalaga. O como diría Baudrillard: ante producción, seducción.

En San Francisco no sólo la mota es legal, como en todo California, también los hongos. En los postes de Haight-Ashbury abundan los carteles que ofrecen champis a domicilio. También los puedes encontrar en los dispensarios que los ofrecen en distintas presentaciones. Deshidratados, en gomita, en bebidas, etc. Si quieres atascarte, nadie te lo va impedir. Has llegado a la tierra prometida. 

La relación de la ciudad con música se extiende más allá del barrio jipi. Uno de los lugares que más deseaba conocer era la mítica sala de conciertos Fillmore, donde comenzó Carlos Santana su carrera, ubicada en el distrito del mismo nombre. Pero durante el día está cerrada al público. Y esa noche no había concierto. En el barrio me topé con un mural dedicado a Bill Graham, el empresario que piloteó el Fillmore y la también mítica sala Winterland, donde Jimi Hendrix dio uno de sus conciertos más memorables. 

Aproveché que estaba a un lado de Japantown para ir a visitar la Pagoda de la Paz. Otra zona donde los homeless escasean. Subí por Vane Ness Avenue. Torcí a la derecha y atravesé North Beach hasta llegar a El Embarcadero. Desde la orilla se divisaba la isla de Alcatraz. Donde estuvo preso Al Capone. Recorrí toda la orilla hasta el Pier 39. Pese a que a la altura de Fishermans Wharf se ha convertido en paseo turístico familiar, me emocionó imaginar que Jack Kerouac anduvo por las callecitas aledañas a altas horas de la madrugada a finales de los cincuentas.         

RESERVÉ MI ÚLTIMO DÍA para caerle a El Castro. Aunque mundialmente famoso, el epicentro gay de San Francisco consta apenas de dos calles. En esas cuadras se ha hecho más por la liberación sexual que en gran parte del mundo. En la esquina donde comienza, donde confluye con Market está el afamado bar Twin Peaks. Cerca de ahí se encuentra la calle de Folsom donde, cada tanto, entre la calle 12 y 13, se realiza una enorme pachanga Leather. Cientos y cientos de gays toman las calles vestidos de cuero. El atractivo del rumbo también recae en el distrito de Mission. Cuya calle del mismo nombre es una zona de bares y salas de conciertos.  

En la confluencia de Mission y 24 se encuentra un mural dedicado a la familia Santana. Carlos, el más reconocido, ocupa el extremo izquierdo. En la 24 está la librería Medicine for Nightmares, una de las pocas, o casi la única, que ofrece a la venta literatura en español. El distrito es también el latino de la ciudad y por todas las calles, hasta Potrero, hay decenas de restaurantes que ofrecen comida mexicana, salvadoreña, hondureña, peruana, etcétera. Lo que más me resultó chistoso fueron las panaderías que ofrecían pan mexa. En ese pequeño pedazo de California no te entrará el síndrome del jamaicón por comerte un marranito o una concha de chocolate. Su sabor no le pide nada al de la tiendita de la esquina de tu casa.

Después de tres días de caminata intensa, la aplicación del corazón me marcó 27 mil pasos por jornada, era hora de marcharme. Por fortuna y gracias a unos tenis Jordan bastante cómodos no me salió ninguna ampolla. Vi San Francisco nada más por encima, sin embargo, puedo afirmar que desde esta visita se convirtió en mi ciudad gringa favorita.