Rosario iba al cine

Raúl Ortiz y Ortiz, conocido ensayista y traductor de Bajo el volcán de Malcolm Lowry, fue uno de los amigos más queridos y cercanos de la escritora Rosario Castellanos. En este ensayo breve, Praxedis Razo cuenta que Ortiz y Ortiz, en entrevista, compartió que así eran sus reuniones: “Primero cine, después merienda, y a partir de la película que acabábamos de ver comenzábamos a revisar nuestras propias situaciones”. Rutina de una gran amistad que —dice Razo— trascendería en el libro Cartas encontradas (1966-1974)

Peter Sellers en Dr. Insólito (1964), dirigida por Stanley Kubrick. Foto: FFyH UNC

I. EL ASOMO 

Ciudad de México, cualquier tarde de septiembre de 1963. Dos personajes se apresuran por avenida Tacubaya. Raúl Ortiz y Ortiz, joven funcionario universitario, a quien la ardua traducción de Bajo el volcán, de Lowry, lo mantiene más que ocupado; y Rosario Castellanos, ya famosa novelista y poeta, reconocida con el premio Xavier Villaurrutia en 1961, jefa de Prensa e Información de la UNAM, con una colaboración semanal que entregar para el Excélsior interregno entre Gilberto Figueroa y Julio Scherer. Cruzan la calle.

Van al Cine Lido a ver otra película de Federico Fellini que ha desvelado ya a muchos después del su anterior filme, compilado en Bocaccio 70, de 1962, donde presentaba a su Anita Ekberg pantagruélica. Precisamente de eso van hablando por las calles aquellos jóvenes literatos, contaba Raúl Ortiz en sus días postreros, y agregaba que ese recorrido que iba de Constituyentes 171, casa de “la poetastra”, como le gustaba referirse a ella, al Cine Lido para perderse en la pantalla toda la tarde, era asunto muy cotidiano. Y aquella tarde de septiembre iban a sentarse a ver la inagotable Ocho y medio para después irse a beber agua de coco y así tratar de darle sentido a lo que acababan de contemplar, y que les servirá mínimamente para comparar a Fuentes con Fellini a propósito del Artemio Cruz del primero.

Iban al Lido cotidianamente, pero tenían asientos reservados para la reseña de cine en el viejo coloso de avenida Reforma, el Roble, y no se perdían ni los estrenos del Cine México, ni los papadzules que estaban cerca de la desembocadura de Álvaro Obregón con avenida Cuauhtémoc, en su contraesquina.

En general, Rosario Castellanos era una vaga del cine, que, en cuanto llegaba a una ciudad, de las muchas en que vivió, buscaba la butaca más cercana. En Cartas a Ricardo (Conaculta, 1997), consigna para Guerra, enamorándolo ya desde la tercera misiva en que le presenta la realidad de su Comitán, que fue al cine a ver “una de rumberas”, Amor de la calle, del tamaulipeco Ernesto Cortázar:

[...] con Meche Barba y Fernando Fernández ¿No los ha visto trabajar nunca? Son unos exquisitos monstruos. Él principalmente. Es el chico del suéter, todo mono y cantando. De ella ni hablar, es rumbera. El argumento, usted ya sabe: el muchacho y la muchacha que se aman profunda y castamente. El destino que interviene y los separa y ella, desconcertada, no sabe qué hacer y se convierte en exótica. Muy fácil. Triunfa. Entonces él averigua su dirección y vuelve. Se aman de nuevo. Y como ella sólo ha acrisolado su pureza en el ambiente del cabaret, se casan por la iglesia, por lo civil y por mensos. Todo esto entre puros cantos y boleros y mambos y Toña la Negra y Los Panchos y bongoceros. El fin es una apoteosis musical. Qué asco.

Ya como profesora huésped en Estados Unidos, hacia 1966, lo primero que hace es ubicar los cines más cercanos para apresurarse a desdeñar El ángel exterminador de Buñuel

Digamos que quedaba así consignada una de sus primeras críticas cinéfilas en 1950, que continuará todo ese mismo año que pasa en el cine en el Madrid fascista de larguísimas cartas. No hay duda. Ella está haciendo crítica cinematográfica desde la intimidad. Su correspondencia está plagada de idas al cine por toda Europa, y ni aún en los peores momentos de su crisis amistosa con Dolores Castro, o los fríos inclementes de aquella posguerra, dejó de escribir que iba al cine.

Ya como profesora huésped en Estados Unidos, hacia 1966, lo primero que hace es ubicar los cines más cercanos para apresurarse a desdeñar El ángel exterminador, de Buñuel, que no la acaba de convencer en medio de su atribulada estancia en Winsconsin, en la que aprovecha para advertirle a Ricardo sobre los estrenos hollywoodenses que no debe perderse, pues su cinefilia la hace consciente de que las películas que está viendo allá, vendrán posteriormente a México, y precisa que retiene la cartelera infantil para recibir en Madison a su hijo Gabriel, de cinco años, al que le escribe en 1966, contándole:

Aquí cerca hay un parque zoológico y vamos a ir a ver animales y luego, si cae nieve puedes jugar con el trineo de unos niños mexicanos que están viviendo aquí, y cuando tengas frío y no quieras salir, vemos la televisión para que te diviertas. También hay cine y pasan películas de Batman y otras de muñequitos que son especiales para ti [se refiere al Batman de Adam West, que estrenaba largometraje, y a la producción de Walt Disney, que acaba de estrenar El libro de la selva, Winnie Pooh y Mary Poppins].

Para concluir que tendrá que padecer los embates de la cinefilia del pequeño hijo que la torturaba pidiéndole ir a ver, una y otra vez, a los perros actores de Operación salchicha [sobre la crisis de identidad de un gran danés que se asume un salchicha (Tokar, 1966)].

II. La crítica en sí

Volvamos al año de 1963 para observar de dónde tomó Castellanos el ímpetu revisionista de cine que en su epistolario tiene gran trascendencia. A los dos meses de estrenada su columna de opinión en Excélsior (agosto de 1963), escribe “El cine ayer y hoy”, donde aborda el quehacer de Fósforo —seudónimo que usaban indistintamente Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán en su exilio español, hacia 1915, para escribir de cine— a propósito del primer público del cinematógrafo, curioso y morboso, dice, que le da las bases para escribir en forma, semanas después, “Un botón y… la catástrofe nos preside”, una defensa de Dr. Insólito, de Stanley Kubrick, que en aquel verano se estrenaba en nuestro país:

La propaganda ha estado anunciando, de una manera equívoca, la exhibición de Dr. Insólito, en la cual ni la pornografía, ni el erotismo constituyen las preocupaciones centrales. El tema, que estos profundos conocedores del alma colectiva que son los agentes de publicidad no se atreven a poner en evidencia, es otro: el del mundo en que vivimos actualmente, presidido por el riesgo del estallido de la bomba atómica.

Y así, defendiéndola, la aborda y la promueve inteligentemente, desde su postura moral que por entonces prevalecía en sus escritos ensayísticos regados en su columna editorial.

En diciembre del 67 hace una lista de sus juicios sobre la reseña del cine Roble de ese año. Incluía títulos como Padre, ópera prima, revelación, del húngaro István Szabó, que llama su atención por su aporte en torno a la ideología stalinista; Un hombre para la eternidad, de Fred Zinnemann, donde Orson Welles hace las veces de cardenal, de la que sólo dice que vale por ser teatro filmado; o la que se le impone a ella misma: Persona, de Ingmar Bergman, a la que se refiere como “la única que suscita el deseo de exclamar: genial”. Sin embargo, una crítica menos modesta, más robusta y metódica, sobre La felicidad —segundo largometraje de la hoy leyenda belga Agnès Varda—, a la que elogia minuciosamente poniendo esta obra como el mejor ejemplo desmitificador de la infidelidad, nos vuelve a alertar sobre esta veta en su obra, en 1965:

Varda se pone en guardia contra los lugares comunes […] Así que la infidelidad es del esposo [pero no como] un capricho pasajero […] Todo [se da] con la fluidez del agua que sigue las formas de su cauce. Es tan breve la vida que si queremos vivirla en su totalidad habremos de despojarnos [… incluso] la falsa piedad, […] esa desertora que abandona su puesto ante el primer obstáculo y quiere […] eternizarse en la culpa de los otros.

Entre 1967 y 1971 se ensaña con Cantinflas cuando habla del idioma español en el Coloquio sobre la Enseñanza de la Lengua Española y la Literatura, en mayo del 69, y luce su artera ironía cuando “rinde informe” de su experiencia frente a El tesoro de Drácula, otro emblema del héroe:

Antes de que ocupe la pantalla la palabra fin, El Santo nos invita a seguir sus aventuras. El público aplaude y su aplauso es un compromiso. Volverá. Seguirá nutriendo su imaginación, su inteligencia, su gusto estético con los delicados manjares que le ofrece la muy patriótica industria cinematográfica [nacional].

Así, el cine también le sirve para ironizar sobre su condición de madre que lleva a su hijo a la pantalla grande en día feriado (“Una estampa humana: ¿el orden se ha impuesto?”, titula esa crónica-crítica), texto en el que humorísticamente ve frustrados todos sus intentos de “pasarla bien” en la Ciudad de México.

El fenómeno cinematográfico también la acerca al debate político. “El curioso impertinente: o Graham Greene, testigo indeseable”, es un pretexto de revisión de la obra de Greene, para denunciar que la exhibición en México de su adaptación al cine titulada Los farsantes, de 1967, causara un incidente con el gobierno de Haití, que pidió vetar dicha obra en las salas mexicanas, pues sentía que denigraba a su país, lo que se consiguió no sin que Castellanos escribiera una sentencia categórica al respecto por tal ridiculez: “[...] resulta paradójico y no habla muy alto respecto de nuestra objetividad y parcialidad. Aceptamos que se haga la justicia siempre que sea en los bueyes de nuestros compadres”.

Lo último que escribiría sobre cine hasta antes de ser embajadora en Israel, en 1971, y a la luz de sus denuncias sesentayocheras, sería un análisis emotivo del documental Quien resulte responsable, de un Gustavo Alatriste que surgía vehemente en el paisaje fílmico mexicano como realizador. Desde la embajada ya le sería difícil maniobrar en su columna pública, y aunque en la correspondencia que le dedica a Raúl Ortiz y Ortiz queda claro que nunca dejó de ver ni escribir de cine, para los lectores de Excélsior ya sólo publicó en dos ocasiones más al respecto, cuando ocupaba el cargo diplomático.

El 2 de abril de 1973, publica su artículo “Juan Charrasqueado: tal día como hoy”, en el que, revisando uno de los mitos de la Revolución Mexicana en el cine y los corridos, entabla una crítica, a través del estereotipo del hombre mexicano, contra el mujerismo. Y el 5 de octubre del mismo año aparece “Gritos y murmullos [sic del título como ella lo concibió]: el último Bergman”, quizá pieza que evidencia el serio abordaje al fenómeno cinematográfico al que se aproximaba, hoy de muchas formas inconcluso, ricamente fragmentado en sus cartas, pues mientras queda manifiesto su interés público en esa película, en una misiva a su amigo Ortiz y Ortiz vuelve a revelar mucho más de sus pasiones en torno al cine: “Después [de ver esa película] uno regresa a su casita de sololoy y se dispone a bien morir porque como que ya no queda nada qué hacer y nada por decir. ¡Qué bárbaro!”.

En una de las posdatas de las últimas cartas que le dedicó a su amigo Raúl desde la embajada mexicana en Tel Aviv, el 17 de abril de 1974, llama la atención que le advierte que ya vio Ludwig, de Luchino Visconti, como recordatorio vivo de su incansable labor como cinéfila.

Cartel original de una de las películas que filmó Luis Buñuel en México (1962). ı Foto: UNAM Global

III. UNA CONCLUSIÓN RETROSPECTIVA

En 1965, Rosario Castellanos fue invitada al ciclo de Bellas Artes, Los Narradores ante el Público, para el cual preparó una especie de examen autobiográfico donde comparte que, cuando niña y al morir su hermano, entre 1933 y 1939, sus padres le regalaron una suscripción a una revista infantil ilustrada, que recibía colaboraciones de niños lectores (“dibujos, adivinanzas, acrósticos, relatos”), entre los cuales se contó ella:

Tardé unos meses [en mandar mi colaboración]. Y lo hice con unos versos en los que mi musa inspiradora era un perro policía —al que no había visto sino en el cine— cuyas cualidades morales e intelectuales eran muy superiores a las de cualquier persona en cualquiera de los planos astrales en la que se le situara [...] A partir de entonces supe que mi profesión era la literatura [...].

Al hacerle un poema perdido a Rin Tin Tin, perro alusivo del fragmento, sin duda en alguna de las películas que van de 1922 a 1931 descubría su vocación literaria, dice. Si la cinefilia la condujo a su literatura, inalcanzable, creo que vale la pena retomar desde cualquier flanco el hecho de que Castellanos iba al cine.

NOTA BENE. Todos los ensayos periodísticos de Rosario Castellanos referidos están publicados en la compilación Mujer de palabras (publicada en la Dirección General de Publicaciones de Conaculta en 2004, 2006 y 2007). Son tres volúmenes que en realidad son infinitos, y debemos al trabajo de Andrea Reyes.