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Armando Chaguaceda

La disputa participativa

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando ChaguacedaLa Razón de México
Por:

La idea de proyecto político arroja luz para comprender la política, en medio de la confusión global que nos aturde. Reformulada a inicios del milenio1, la noción alude a los conjuntos de creencias, intereses y concepciones del mundo que orientan la acción política de los sujetos dentro de sus respectivos contextos social y nacional. Más abarcador que el concepto tradicional de ideologías, el proyecto político se expresa a través de tradiciones, culturas y prácticas políticas diferentes, tanto emancipadoras como dominantes.

En Latinoamérica se han identificado, entre otros, proyectos políticos autoritarios, neoliberales y democráticos participativos. En este último caso, los ciudadanos intervienen en asuntos de interés colectivo a partir de la creación de espacios públicos donde debaten, vigilan e influyen. Construyendo formas de interacción con las autoridades, capaces de mejorar la democraticidad del sistema político, la eficacia de las políticas públicas y la legitimidad del orden vigente.

La participación incluye tanto modos de incidencia individual como colectivos, en instancias disímiles como asambleas, consejos y presupuestos participativos. Una suerte de representación no electoral, que amplía y pluraliza aquella representación tradicional anclada en los partidos y parlamentos. Pero lo participativo no puede comprenderse aislado de otros procesos políticos. De tal suerte, existe cierta correspondencia -virtuosa o perversa- entre los procesos, mecanismos, resultados y calidad de la participación y la representación.

De ahí que contraponer la democracia participativa a la representativa, como insiste cierto discurso intelectual y político, sea una falacia. No pocas políticas participativas han sido, desde gobiernos de diverso signo ideológico, intencionalmente fragmentadas temática, social o territorialmente. Usadas para cooptar, en vez de para empoderar a los excluidos. Orientadas a legitimar decisiones políticas de grupos y proyectos dominantes. Cuando eso sucede, asistimos a una participación vaciada de autonomía y calidad, con un mar de extensión y un milímetro de profundidad. Puro atrezzo participacionista.

En Latinoamérica, la innovación democrática ha permitido implementar presupuestos participativos, consejos gestores y diversos mecanismos de democracia directa y deliberativa. El Uruguay del Frente Amplio y el Brasil del PT avanzaron bien en ese sentido. Sin embargo, cuando se le impulsa de modo plesbicitario —como ha demostrado Yanina Welp—, la participación revierte su potencial democratizador.

Al coincidir con el refuerzo de la injerencia del poder ejecutivo y el partido oficial, los formatos participativos son colonizados por el Estado y usurpados a la ciudadanía, como sucedió en Venezuela y Nicaragua en la década pasada. En el México actual, la invocación excesiva a mecanismos plesbicitarios —para avanzar iniciativas legitimantes del oficialismo o procesos destituyentes de la oposición radical— apunta a un incremento de la polarización, de signo schmittiano. Tensando, en lugar de fortalecer, nuestra precaria estabilidad y calidad democráticas.

Como alertó hace años el profesor Ramón Máiz, se ha privilegiado el incremento cuantitativo de la participación, pero el reto es mejorar su calidad. No tanto “dar poder al pueblo” como promover que éste pueda controlar la información y pertinencia de su ejercicio concreto. Hoy todo apunta a la conformación de nuevos campos de lucha en torno a la participación. Donde los actores impulsarán sus respectivos proyectos políticos. Incluyendo, en esa disputa, el uso autoritario de mecanismos (pseudo) participativos.