a

Dos visiones de la democracia

DISTOPÍA CRIOLLA

ARMANDO CHAGUACEDA
Por:
  • Armando Chaguaceda

El pueblo —o la ciudadanía, desde otros registros— es el sujeto político colectivo de los tiempos modernos. El soberano que determina la forma constitucional, la identidad jurídica y política y la estructura gubernamental de una comunidad; comúnmente bajo el abrigo del Estado Nación. Luego, si ubicamos la soberanía popular como fundamento de la democracia contemporánea, es posible admitir la existencia de más de un modelo. Al menos teóricamente.

Quienes vivimos hoy en democracias solemos adjetivarlas como “liberales”. La poliarquía sintetiza, en un arreglo dinámico y no exento de contradicciones, los elementos liberales y democráticos, junto a los provenientes de distintas identidades y luchas sociales. Pero en los últimos años cobra globalmente fuerza otro modelo. El que, sin dar el salto al autoritarismo, tensiona y reformula radicalmente el diseño poliárquico.

Es posible comparar la democracia liberal y la populista, atendiendo a sus distintas dimensiones. Sus presupuestos generales son, en el modelo liberal, los del reconocimiento del pluralismo político y la diversidad social dentro de una ciudadanía múltiple. En el populista, predomina un binarismo conflictivo y la división antagónica oligarquía vs. pueblo. Concibiendo a este último como un sujeto colectivo, dotado con voluntad única.

El diseño institucional liberal supone la separación de poderes y frenos, con disímiles —e imperfectos— equilibrios y limitaciones entre éstos. Predomina la idea de un poder moderado. En el populista, prepondera el Poder Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial. Para el modelo liberal, la diversidad y la oposición democráticas son un rasgo del sistema partidario. Para el populista la polarización, la antipolítica y el rechazo a la negociación impacta el desempeño de los partidos, sean oficialistas u opositores.

En la democracia liberal, las elecciones tienden a ser periódicas, justas y competidas, con un peso importante de disputa entre élites. En la populista se tornan permanentes, desequilibradas y manipuladas desde el gobierno. La primera asume la democracia directa a través del uso excepcional de los referendos. La segunda la activa periódicamente —incluida cierta lógica plebiscitaria en las elecciones regulares— desde el poder o en su contra.

Los demócratas liberales entienden la acción política como la canalización institucional de los conflictos y la búsqueda de consensos entre intereses sociales divergentes. Los populistas, como la exacerbación permanente de disputas, en ruta a un proyecto con horizonte hegemónico. El liderazgo liberal, descansando en camarillas y partidos, suele sujetarse a la responsabilidad política y limitarse en el poder y duración de su mandato. El populista se funda en la dinámica líder-pueblo, donde el primero tiende a la concentración de recursos y prerrogativas, la perpetuación temporal y la ampliación de esferas de injerencia derivadas del mandato inicial.

En su involución, la democracia liberal se oligarquiza, diluyendo en la asimetría la soberanía popular. La populista, al autocratizarse, la elimina en el culto y poder inapelables del caudillo. Aterrizar esos modelos —sus narrativas, fallas y promesas— es importante en un debate público polarizado, como el que ahora vive México. Si lo hiciéramos, veríamos que lo poliárquico no se agota con Jefferson, pues debe a gente tan diversa como Gandhi o Arendt. Y que lo populista, al margen de las simplificaciones partisanas, abriga tanto la promesa agonista de Chantal Mouffe como la realización, antagonismo y autoritaria, de Carl Schmitt.