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Riesgos de la reforma al Poder Judicial

ANTROPOCENO

Bernardo Bolaños
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Antes del triunfo de AMLO, se había conformado en México un poderoso poder de control de la constitucionalidad (PCC).

Más que un Poder Judicial, más que el conjunto de jueces encargados de decidir enviar a prisión a individuos o de declarar a los ganadores en pleitos familiares o mercantiles, el PCC es árbitro en controversias entre instituciones y le hace el paro a grupos minoritarios de legisladores que se quejan cuando la mayoría legislativa les echa montón. El PCC ampara a personas contra leyes y decretos que, según opinan los jueces, violan la Carta Magna.

El PCC se fue conformando lentamente. En el siglo XIX con el juicio de amparo. Con la reforma de Zedillo de 1994, el PCC ganó atribuciones más allá de protección a particulares; se convirtió en un poderoso árbitro institucional. Luego, la reforma de derechos humanos del 2011 le encomendó velar nada menos que por las necesidades básicas de las personas: derecho a la salud, libertades de expresión, reunión y emprendimiento, tener un debido proceso, etc. Ensoberbecidos, muchos olvidaron que el discurso de los derechos humanos no es una ciencia exacta, que junto al presunto homicida liberado están las víctimas pasadas y futuras; junto al ecologista, el ciudadano que ansía el desarrollo.

A partir del 2018, el PCC entró en tensión con la democracia popular. Ésta tiene sus héroes: los representantes populares que eligió la mayoría. La izquierda, harta de las decisiones en su contra, acusó al PCC de usurpar el papel de garante del Pueblo, de disfrazarse de protector de los débiles. Para la izquierda no es cierto que el Pueblo pobre pueda conseguir medicamentos, vivienda o comida con amparos, pues ni siquiera puede pagar amparos. Esa izquierda cree que tampoco se protegen derechos humanos anulando leyes votadas por el Legislativo, como con motosierra. La izquierda gobernante piensa que el PCC es en realidad el supremo poder conservador, alcahuete de empresarios y de la oposición.

Todo lo anterior es muy delicado. En las democracias desarrolladas uno debe poder confiar en la democracia popular y en jueces profesionales que garanticen seguridad jurídica. Si lo que se desea es que los ministros de la Corte no sean agentes ocultos de la oposición, entonces no es necesaria la reforma que sugiere elegirlos mediante voto, pues a partir de noviembre el Poder Ejecutivo propondrá a uno nuevo y dispondrá de suficientes ministros “empáticos”. Si se quiere sensibilidad de los juzgadores federales frente a la crisis de inseguridad, elegir por votación a los ministros ¡y hasta a magistrados y jueces! no mejorará la situación, porque el crimen organizado buscará incidir en esas votaciones y hasta matar candidatos. Los juzgadores electos por voto tendrán los vicios de los políticos, sin las virtudes de los juristas profesionales. En cambio, disolver al Poder Judicial en la democracia popular espantará las inversiones. El caos de la transición judicial no es una atmósfera confiable para emprender proyectos productivos. La izquierda se quedará sin los recursos que le permitirían financiar sus programas de bienestar social. Todos perderemos. No va por ahí.