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LAS CLAVES

Ellas escriben / 4

LAS CLAVES

Carlos Olivares Baró
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Con esta entrega concluyo el tema de mujeres escribiendo; he realizado un balance de autoras determinantes en mi formación. Resumen incompleto con ausencias notables. Se me queda en el tintero, por ejemplo: Safo, a quien dedicaré próximamente una Clave completa. Hoy, voy a referirme a varias de manera sucinta con elucidaciones conminadas por improntas emocionales. La literatura es una representación incondicional de todos los dilemas de la vida. Las escritoras a quienes he mencionado durante estas semanas despliegan en sus textos la desnuda concordia de vivir en este mundo.

“Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero. / Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe, / el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas, /la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones”: la autora de La noche a la deriva siempre supo que “al final el amor, el laberinto ciego que lo confunde todo, / el puñado de polvo brillando entre los dedos, / la sanción con el látigo, la hoguera y el cuchillo” son los presagios de todos los hospitales del mundo.

Marguerite Duras escribe sobre los latidos del silencio, sobre los retumbos de la orfandad que somos: “la soledad de la escritura es una soledad sin la que al escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo”. Uno busca el ánimo de un cocuyo de luces verdoladas y Marguerite nos entrega el filo y los brillos de todas las lloviznas.

Enriqueta Ochoa pidió el exilio “ahora que un viento de sepulcros / me golpea en las arterias”. Electra de un temblor extraño que la espigaba mientras “la ceniza ardiente del silencio, /corre un vago sabor a cera e incienso”. Enriqueta solitaria “bebiendo el insomnio / de un solo trago” observa la liquida noche sobre su pecho y le dice a Marianne: “Tú sabes que nacimos desnudos, en total desamparo”. Enriqueta vivió con la esperanza de que “algún día, sin remedio, llueve”: convencida de que “Estamos hechos de archivos / de tiempo / de agua”, se refugiaba en borrascas de ardores. La veo fraguada en la luz afrontando la tolvanera: nutre con leches trémulas su epidermis.

La campana de cristal, de Sylvia Plath, novela que tiene la pretensión de definir la realidad para entonces enfrentarse a ella. El mundo arropa todas las locuras, todos los delirios, todos los abandonos. “Hacia la nada vuelan: recuérdanos. /Los vacíos bancos de la memoria echan un vistazo a las piedras, / a las fachadas de mármol de venas azules, y a los frascos de mermeladas llenos de narcisos. / Es todo tan hermoso aquí arriba: un sitio en que hacer alto”. Los cronistas asientan que había sombreros, bronces punzantes en la amanecida que se ensombrecía. Ella lo predijo: “Amenazan / con llevarme hasta un cielo / sin estrellas ni padre: Agua lóbrega”.

Malva Flores instalada “Donde comienza el cielo /en la esfera translucida del ojo”: conocedora de los resúmenes del poniente y propietaria de los designios: Malva en la Ladera de las cosas vivas. Elsa Cross sabe que “En el insomnio de una noche caben / caravanas en el desierto / e hileras de pingüinos saltando al agua”: la niebla dialoga con la ceniza, una cadencia flota en las fragilidades del cielo. Elsa unta de cautelas el deseo.

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  • Autora: Marguerite Duras
  • Género: Ensayo
  • Editorial: Tusquets