a

Gabriel Morales Sod

Putin, Prigozhin y el espectáculo de la violencia

VOCES DE LEVANTE Y OCCIDENTE

Gabriel Morales Sod
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

En su libro Vigilar y Castigar, el filósofo francés Michel Foucault relata el proceso de transformación del uso de la violencia pública en el Estado moderno. Por siglos, el Estado utilizó la violencia pública como un método de control y de manifestación de su fuerza. La tortura y la ejecución de criminales en la plaza pública eran la culminación natural del proceso legal y la forma de mostrar al público el resultado del juicio.

En Francia, por ejemplo, las ejecuciones públicas eran una práctica cotidiana. En casos conocidos, miles de personas asistían a las plazas públicas, muchas veces en familia, a presenciar la tortura y ejecución de criminales. Sin embargo, primero en el mundo occidental y después en el resto del mundo, desde el siglo XIX el Estado comenzó paulatinamente a abandonar estas prácticas. La tortura y las ejecuciones continúan siendo una práctica común hoy en día; sin embargo, este control se ejerce ahora de forma sistemática y privada, alejado de los ojos del público. Por ejemplo, en el estado de Texas, sólo familiares y amigos y hasta cinco personas tienen permitido observar la ejecución de los condenados a muerte.

A pesar de este importante cambio en la manera de ejercer violencia estatal, las ejecuciones en público continuaron hasta bien entrado el siglo XX, incluso en Occidente. No fue hasta 1939 cuando la ejecución pública por guillotina se prohibió en Francia, y hoy en día, en algunos países del mundo islámico, el Estado permite el lapidamiento como forma de castigo, en particular por adulterio.

El asesinato —extremadamente probable, aunque aún no confirmado— del jefe de la Fuerza Wagner, Yevgeni Prigozhin, fue de tal naturaleza pública que es difícil no compararlo con la ejecución pública de rivales políticos de la era premoderna, práctica común hace un par de siglos. Los asesinatos políticos son aún una práctica común de Estado; sin embargo, como solían hacer las dictaduras militares en Chile, Argentina y Brasil, por ejemplo, el Estado suele realizarlos de manera privada y deslindarse de toda responsabilidad. A pesar de que es probable que Putin no reconozca que la muerte de Prigozhin fue un acto de Estado, la manera tan pública en la que se realizó la ejecución tiene como objetivo dejar en claro que para el Kremlin la traición se paga con la muerte.

Para todos quienes conocen la forma de actuar de Putin, el hecho de que Prigozhin no solamente siguiera en vida semanas después de su intento de golpe de Estado, sino moviéndose con entera libertad, era un verdadero paradigma. Era cuestión de tiempo, después de que Putin utilizara a Prigozhin para calmar la situación, para que el mercenario recibiera su “castigo”. La explosión del avión donde Prigozhin viajaba parece no sólo haber tenido el objetivo de mostrar la fuerza del Estado y ser una advertencia a otros rivales potenciales, sino —como en la Francia del siglo XVII— tener, además, otro propósito. Al pueblo, dice el famoso dicho, pan y circo. El asesinato de Prigozhin, en medio de la sangrienta guerra en Ucrania, que ha dejado ya cientos de miles de muertos, es un espectáculo para las masas, un intento de desviar la atención de la tragedia humanitaria por medio de una forma de violencia pública que parecíamos haber olvidado.