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Guillermo Hurtado

Elogio del esqueleto

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Digamos las cosas como son: usted y yo estamos hechos de la materia orgánica más burda. Nuestro cuerpo está fabricado con los mismos materiales de los perros, las ratas o los cerdos: pellejos, tripas y huesos. Sobre estos últimos quisiera compartirles algunas reflexiones edificantes.

Nuestros huesos son nuestra estructura. A diferencia de los pulpos —animales, por cierto, muy inteligentes— nosotros, los seres humanos, tenemos una columna vertebral que, valga la redundancia, vertebra todo nuestro organismo para darle verticalidad, equilibrio y cohesión. Nuestros huesos protegen, como si fueran hermanos mayores, a los órganos más delicados de nuestro cuerpo. Al corazón lo rodean con un empalizado de costillas y al cerebro lo guardan, como si fuera una perla, dentro de una sólida concha.  

Nuestros huesos son asombrosamente duros. Como son tan duros, duran mucho. Un hueso enterrado en un suelo propicio puede llegar a resistir durante miles de años los efectos destructivos del medio ambiente. Si no fuera por los huesos, no hubiéramos sido capaces de conocer la historia de nuestra especie. La lealtad de nuestro esqueleto es conmovedora

Nuestros huesos son asombrosamente duros. Como son tan duros, duran mucho. Un hueso enterrado en un suelo propicio puede llegar a resistir durante miles de años los efectos destructivos del medio ambiente. Si no fuera por los huesos, no hubiéramos sido capaces de conocer la historia de nuestra especie. La lealtad de nuestro esqueleto es conmovedora. Cuando nuestros pellejos y nuestras tripas se hayan desvanecido para siempre, nuestros huesos seguirán ahí, a tres metros bajo tierra, defendiendo lo poco que quede de nuestro honor durante siglos.  

Nuestro esqueleto —¡quien lo dijera!— es la parte más espiritual de nuestro cuerpo, porque es la más formal, lo que, según Aristóteles, es el rasgo fundamental de las esencias. Esa forma no es visible por fuera, a menos que estemos, como se dice, en los huesos. Para poder observar nuestro esqueleto tenemos que ver una placa de rayos X. En esa burda fotografía de nuestro interior podemos descubrir la forma que tiene nuestra estructura corporal. Aunque subamos o bajemos de peso, aunque nuestra piel se arrugue o se cuelgue, el esqueleto nos brinda un servicio permanente, nos mantiene en pie, nos preserva en una pieza. Pensándolo bien, una placa de rayos X es el mejor retrato que podemos tener de uno mismo, porque es la imagen más profunda, la que menos se distrae con las variedades y vanidades de lo efímero.  

Esqueleto dibujado por el médico Andrés Vesalio.Foto: Especial

Podría decirse que nuestro esqueleto tiene un afán de inmortalidad. Entre las comunidades judías y cristianas, hubo la costumbre de exhumar los restos de un difunto después de dos o tres años para recuperar sus restos. Los huesos se limpiaban con sumo cuidado y se colocaban dentro un osario, una caja de piedra en donde se los guardaba en la espera del día de la resurrección. La creencia dentro de esas comunidades era que nuestros huesos se volverían a juntar y que le crecería una nueva carne a su alrededor, para que el cuerpo del difunto quedase restituido para la eternidad. Como si fuera el tronco de un árbol que ha perdido todas sus ramas, nuestro esqueleto volvería a reverdecer, le crecerían tallos verdes y daría flores y frutos perennes e inmarcesibles. Quienes tienen esa creencia se resisten a ser incinerados, no aceptan que el fuego de un horno reduzca sus huesos a cenizas. Sin huesos, se nos diría, no hay plena garantía de que en un futuro misterioso podamos llegar a tener un cuerpo glorioso.  

Si logra sortear las fracturas y la osteoporosis, el esqueleto está listo para vivir muchísimos años. Me conmueve ese gesto gracioso de la naturaleza. ¿Se ha fijado usted, estimado lector, que las calacas siempre parecen estar contentas, incluso cuando se pretende que nos den miedo? Cuando se las dibuja moviéndose sin sus carnes, parecen estar bailando al son de alguna alegre melodía

Los esqueletos no son, desde esta perspectiva, un símbolo de la muerte sino de la vida eterna, de la resurrección. A los mexicanos nos queda muy claro ese significado. Las calaveras no nos asustan, nos divierten, nos dan ternura. Por eso, alrededor del Día de Muertos, adornamos nuestras casas con calacas, comemos el dulce pan que los recuerda y nos regalamos cráneos de azúcar con nuestros nombres. No hay mejor símbolo natural del misterio de la vida después de la muerte que el esqueleto de los seres humanos.  

El esqueleto es un inveterado optimista. Si logra sortear las fracturas y la osteoporosis, el esqueleto está listo para vivir muchísimos años. Me conmueve ese gesto gracioso de la naturaleza. ¿Se ha fijado usted, estimado lector, que las calacas siempre parecen estar contentas, incluso cuando se pretende que nos den miedo? Cuando se las dibuja moviéndose sin sus carnes, parecen estar bailando al son de alguna alegre melodía. Y cuando vemos de frente a un cráneo, siempre parece estar sonriendo, aunque ya esté irremediablemente chimuelo.