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Guillermo Hurtado

Jugar

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Hace mucho, cuando mi hijo tenía unos cuatro o cinco años, me despedí de él antes de salir rumbo a la oficina. Ese día, el niño se quedaba en casa, no iba a la escuela. Entonces, le pregunté sin pensarlo:

—Hijo, ¿qué vas a hacer todo el día?

—¡Pues, jugar, papá!

La respuesta tan espontánea de mi hijo me hizo darme cuenta de que mi pregunta había sido ociosa. Los niños quieren jugar todo el día, cualquier otra actividad les resulta una imposición.

Hay distintos tipos de juegos. Algunos son entretenimientos casi mecánicos como, por ejemplo, patear un balón. Otros, en cambio, requieren del ejercicio de la imaginación. Un niño toma un cochecito y se imagina que va dentro y que sube una montaña o cruza un río o que de repente vuela dentro del auto como en un avión. Muchas veces, cuando el niño juega solo, habla en voz alta, como si fuera el narrador de la aventura inventada o como si dialogara con otros personajes imaginarios. Cuando un grupo de niños se reúnen para jugar cada uno adopta un papel dentro de la pequeña función que se improvisa: una niña es la mamá, otra es la hija, otra es la maestra. Cuando lo niños juegan futbol, uno es Messi y el otro es Cristiano Ronaldo.

En estos casos, el juego nos lleva a un estadio intermedio de la realidad. Jugar de esa manera es mitad fantasía, mitad realidad. Los niños que juegan como Messi y Cristiano Ronaldo imaginan que están en un estadio jugando futbol, pero no imaginan la pelota que patean en el patio. Este tipo de juego también es algo mitad subjetivo y mitad colectiva. Es subjetiva la ensoñación de uno de los niños de que él es Messi, pero esa fantasía también es colectiva, porque los demás niños hacen como si él fuera Messi, lo llaman de esa manera, lo tratan como si fuera el famoso futbolista.

La fantasía y la realidad se mezclan en el juego sin que los niños dejen de saber qué es lo real y qué es la fantasía. Por eso, cuando dejan de jugar, vuelven al mundo ordinario sin problema alguno. Lo mismo sucede con una representación teatral. Cuando acaba la función todo vuelve a la normalidad y, sin embargo, a veces la realidad ya no parece ser exactamente la misma o, quizá, mejor dicho, la manera en la que vemos la realidad ya no es exactamente igual a como la veíamos antes.

Jugar nos hace muy felices. ¿Por qué los adultos hemos decidido privarnos de esa fuente de dicha? ¿Por qué hemos convenido en que jugar así es “cosa de niños”? Yo también quisiera que cuando alguien me preguntara qué haré el resto del día pudiera responderle con sencillez e ingenuidad, como lo hizo mi hijo: “Pues, jugar”.