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Guillermo Hurtado

La multitud y el mal

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Los seres humanos tenemos una tendencia innata a reunirnos en grupos. La explicación evolucionista de esta propensión resulta evidente: no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás, no somos animales que podamos vivir en solitario. Sin embargo, también hemos desarrollado un criterio moral que nos hace alejarnos de un grupo cuando pensamos que no es correcto lo que sucede dentro de él.

Bertrand Russell contó en su Autobiografía que la educación que recibió de su abuela, una austera mujer victoriana, fue determinante para su desarrollo intelectual, moral y espiritual. Russell recuerda que su abuela, la condesa Russell, le regaló una biblia en la que le anotó algunas de las frases que le parecían más importantes. Una de ella es una admonición que se encuentra en el libro del Éxodo 25. 2: “No seguirás a una multitud para hacer el mal”.

Bertrand Russell intentó respetar esta norma de acción el resto de su vida y, como era de esperarse, ello le acarreó numerosas dificultades, enemistades e incluso persecuciones. Una de ellas fue que tuvo que ir a prisión por negarse a participar en la Primera Guerra Mundial. Russell pensaba que esa guerra era un error maligno, que el Reino Unido no debía entrar en ella. No le importó perder amistades y quedar aislado por seguir el dictamen de su conciencia. Por cierto, Bertrand Russell no fue un pacifista por regla general: no se opuso a la entrada del Reino Unido a la Segunda Guerra Mundial, ya que consideró que, en ese caso, el esfuerzo bélico era un mal necesario.

Quien se niega a seguir una multitud debe aceptar la condena de la soledad. La turba avanzará por un camino, muchas veces empuñando armas, y el objetor tendrá que tomar un camino distinto, lejos de la que hasta entonces había sido su tribu.

En una sociedad liberal, la decisión de no pensar igual a los demás, de no actuar igual a los demás, se protege mediante ciertos derechos. Estas normas permiten la creación de minorías dentro de las mayorías e incluso de la minoría más pequeña que pueda haber: la minoría de uno.

El que queda en minoría de uno puede parecer un terco, un egoísta, un obstinado que no está dispuesto a ceder nada con tal de ser fiel a su criterio individual. A veces eso es cierto. Pero otras veces, el objetor puede ser el único que ve con claridad los errores que los demás, cegados por el frenesí de la multitud, no son capaces de observar. No olvidemos que es una falacia común suponer que algo es verdadero simplemente porque muchas personas lo creen. En un caso como éste, la verdad puede estar en la opinión de quien conforma una minoría de uno. Dicho de otra manera: ni la verdad ni el bien se miden con números.