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Guillermo Hurtado

Los nombres de las cosas

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Cuando era niño abría el Pequeño Larousse Ilustrado que teníamos en casa y pasaba largo rato mirándolo. No digo que pasara largo rato “leyéndolo”, porque, aunque ya sabía leer, lo que me gustaba era admirar sus hermosos grabados.

Recuerdo que mis ilustraciones favoritas eran dos, ambas a página completa: una de un castillo y otra de un velero. En ambos casos, se señalaban los nombres de sus partes principales. Me asombraba que la nomenclatura arquitectónica, lo mismo que la náutica, fuesen tan abundantes. ¡Cuántas palabras que yo no conocía! ¡Cada mástil y cada vela tenían su propio nombre! ¡Cada torreón y cada muro tenían su propia denominación! Fantaseaba con dominar todo ese vocabulario y asombrar a los adultos con mi erudición. Entonces comenzaba a memorizar esos apelativos, pero al poco rato caía en cuenta de lo absurdo que era acometer esa tarea. ¿De qué me serviría conocer los nombres de las partes de un timón —caña, cabeza, pala y pivote— si jamás me había subido a un velero? ¿De qué me servía aprender los nombres de la entrada a un castillo medieval —barbacana, puente levadizo, rastrillo y matacán— si nunca había visitado uno? Casi de inmediato abandonaba mi proyecto, pero me quedaba con la sensación de que yo era un miserable ignorante. Lo que entendía, desde entonces, es que desconocer el nombre de las cosas es la primera frontera de la ignorancia, porque sin sus nombres se nos dificulta comprenderlas.

Creo que en ese momento comenzó un trauma lingüístico que me ha provocado una inseguridad con la que he cargado toda mi vida. ¿Cuántas palabras conozco? No lo sé. Algunos dirán que son muchas, otros dirán que son pocas. Yo siempre pienso lo segundo. Recuerdo la impresión que me causó leer que los esquimales tienen nombres para treinta tonalidades de blanco. Para cada palabra que poseo, pensé, debe haber decenas, incluso centenas de palabras adicionales que refieren a aspectos o matices del mundo de los que yo no puedo hablar y, por lo mismo, no puedo conocer.

Cada vez que escucho a alguien en México decir “¡pásame la desa!”, el corazón se me estruja. ¿Qué es la “desa” en cuestión? ¿Qué nombre tiene? Mi temor es que yo tampoco sepa cómo se llama la mentada desa. Por ejemplo, si estoy en un taller mecánico y la desa es una herramienta es muy probable que yo desconozca su nombre. No me quedará más remedio que preguntar ¿Cuál desa?, ¿la grande o la chica?, ¿la que está en el piso o sobre la mesa?

No conocer los nombres de las cosas es como moverse en la oscuridad. Podemos tocar los objetos con los que nos encontramos, pero no podemos verlos con el intelecto. Un ideal de la humanidad debería ser que no quedara nada en el universo sin su propio nombre.