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Nuestro pasado común

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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El fenómeno de la polarización ha adquirido niveles preocupantes: no sólo se extiende a todo lo ancho del presente, sino que también abarca el pasado y el futuro. Parecería que no existe un territorio común, ni para atrás ni para adelante.

La polémica sobre el pasado puede adoptar varias modalidades. La primera es negar que lo que el oponente afirma sobre el pasado haya sucedido en realidad. La segunda consiste en negar que lo que el oponente afirma sobre el pasado sea exacto, en otras palabras, se concede que el hecho sucedió, pero no tal y como lo cuenta el oponente. La tercera es negar que el juicio que hace el oponente sobre el pasado sea correcto, en otras palabras, se concede que el hecho sucedió tal y como lo cuenta el oponente, pero que no debe juzgarse de la manera positiva o negativa en la que él lo hace. La cuarta es negar que el suceso pretérito destacado por el oponente sea memorable, en otras palabras, se concede que el hecho sucedió tal como lo cuenta el oponente y que se puede juzgar de la manera en la que él lo hace, pero que nada de eso lo hace digno de ser recordado. Me parece que esta última modalidad es la más relevante en el diálogo democrático nacional.  

Pongamos un ejemplo de la historia patria. Quienes se oponen al discurso oficial sobre los niños héroes de Chapultepec, pueden hacerlo de cuatro maneras. La primera es negar que hayan existido. Lo que se diría es que se trata de un mito, que no hubo cadetes que defendieran el castillo de Chapultepec el 13 de septiembre de 1847. La segunda es negar que los cadetes hayan participado en la defensa del castillo, que estuvieron ahí, pero que no en las acciones bélicas y que, cuando se acercaron las tropas enemigas, desalojaron el sitio. La tercera es negar que la muerte de los cadetes haya sido ejemplar, ya que, en vez de defender el castillo hasta el final, debieron haber escapado y no morir de manera absurda para defender una causa perdida. La cuarta es negar que el suceso de la muerte de los cadetes durante la batalla del castillo de Chapultepec sea merecedor de ser recordado en los libros de historia y, mucho menos, de que se les levante un monumento, porque no se distingue de otros, no menos valerosos o conmovedores, que sucedieron durante la invasión.  

Puse el ejemplo de los niños héroes porque el mes que viene se estrena una película sobre ellos, pero hay otros ejemplos más importantes para la conformación de una memoria o una historia nacionales que pretenda quedar por fuera del campo de la polarización. 

La historia patria ha destacado, por lo menos, tres grandes sucesos como definitorios de nuestra identidad como nación: la conquista, la independencia, y la revolución. Tal parece que todos los bandos políticos coincidirían en que esos sucesos son memorables, sin embargo, no coincidirían en su interpretación o en su valoración. Para algunos, la derrota de Cortés la madrugada del 1 de julio de 1520 fue una noche triste y para otros fue una victoriosa. También hay debates acerca de lo que realmente sucedió, por ejemplo, acerca de lo que gritó Hidalgo la madrugada del 16 de septiembre de 1810 e incluso hay debates acerca si algo sucedió en verdad o no, como si existió el legendario Pípila. No obstante, permítaseme insistir en que podemos sostener que tenemos un terreno común —acaso pequeño, pero no despreciable— que consiste en aceptar —nos guste o no— que la Conquista, la Independencia y la Revolución son memorables, es decir, que, aunque podamos tener distintos datos u opiniones o valoraciones acerca de ellos, los tres son sucesos que nos importan por el mero hecho de ser mexicanos. Todos aceptarían que somos quienes somos porque en el pasado hubo una conquista, una independencia y una revolución.  

Este consenso mínimo sobre el pasado puede ser el punto de partida de un diálogo nacional que nos permita la construcción de un mayor acuerdo en el presente. Por eso, las conmemoraciones de la conquista, la independencia y la revolución resultan tan importantes, porque ¿qué democracia podríamos tener en México sin una memoria de ellas? ¿qué podríamos esperar de una democracia desmemoriada?