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Desde la Torre de Humanidades

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Este semestre estoy dando clase en un salón del séptimo piso de la Torre de Humanidades —ahora conocida como la Torre 1— de la Ciudad Universitaria. La vista desde los ventanales es muy hermosa y no he podido dejar de sentir nostalgia de mi paso por esa torre cuando ahí estaba el Instituto de Investigaciones Filosóficas y yo era un estudiante de licenciatura. 

La Torre de Humanidades está a un lado del edificio de la Facultad de Filosofía y Letras. Recuerdo muy bien la primera vez que tomé su elevador para ir a la Biblioteca del Instituto de Investigaciones Filosóficas. Para aquel entonces ya era la mejor biblioteca de filosofía de México y seguramente de toda América Latina. Sin embargo, muy pocos alumnos la utilizaban. Se contaban con los dedos. Supongo que un prejuicio en contra del Instituto estorbaba al resto de mis condiscípulos para aprovechar el rico acervo que se encontraba allí. El descubrimiento de la biblioteca a mí me abrió un universo de lecturas que expandió mi horizonte filosófico. La biblioteca estaba en el cuarto piso de la torre y en el tercero estaban los cubículos de los investigadores. Al final de un estrecho pasillo estaba la sala de seminarios. No he olvidado la primera vez que entré a esa sala para asomarme a una conferencia. La impartía un profesor argentino que hablaba sobre la filosofía del espacio y el tiempo. Sentados hasta adelante estaban cuatro jovencísimos investigadores que en aquel entonces yo no conocía, pero que luego pude identificar: Alejandro Herrera, Alejandro Tomasini, Álvaro Rodríguez Tirado y Ulises Moulines. Al pobre argentino le cayó una tormenta de preguntas y objeciones por parte de esos cuatro investigadores que lo dejaron anonadado. Nunca había visto algo así. Es decir, nunca había visto un debate de ideas y de argumentos de esa manera: tan veloz, preciso, despiadado. El espectáculo intelectual me fascinó. En ese momento supe que mi futuro estaba ahí.

 Cuando fui director del Instituto, dos décadas después, propuse que la librería que se instaló en su nuevo edificio en la Ciudad de la Investigación en Humanidades se llamara El cuarto piso, para recordar que el Instituto había ocupado el cuarto piso de la Torre de Humanidades. No está de más traer a colación que cuando en la Facultad se hablaba con desprecio del Instituto, se referían a él como “el cuarto piso”. A quienes lo frecuentaban por simpatizar con la filosofía analítica que se cultivaba allí se les llamaba con sorna “cuartopiseros”. Cuando el Instituto dejó la Torre de Humanidades, el apodo dejó de tener sentido. Ahora sólo los más viejos se acuerdan de todo aquello. Hoy en día el Instituto de Investigaciones Filosóficas es un espacio muy concurrido, abierto a todos por igual, rebosante de actividades académicas.