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Ataque en Butler

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Para Diego Palomar, por su entrañable hermandad. 

El sábado 13 de julio la precampaña por la Presidencia de Estados Unidos dio un vuelco vertiginoso. 

Si en los días previos el foco estaba puesto en la capacidad del presidente Joe Biden para enfrentar la campaña por su reelección y, en caso de conseguirla, liderar al país por otros 4 años, con 81 años de edad a cuestas —cuestión que sigue todavía preocupando a muchos y, quizás, ahora todavía más—, el atentado contra Donald Trump ocurrido en Butler, Pensilvania, puso en el centro de los reflectores al republicano, quien, como era de esperarse, le ha sacado gran raja política.

Lo que sabemos hasta ahora es que Trump salió prácticamente ileso, con una herida menor en una oreja, mientras que el autor del ataque fue abatido, un joven norteamericano de 20 años, de nombre Thomas Matthew Crooks. Más allá de lo que revelen las investigaciones en curso, hay algunas reflexiones que podemos obtener en torno al suceso.

En primer lugar, la gravedad de la repetición y normalización la violencia en campañas políticas alrededor del planeta, algo totalmente inadmisible y condenable. Piénsese en el aún reciente asesinato de un candidato presidencial en Ecuador o, por supuesto, lo ocurrido repetidamente en las últimas elecciones en México, las más violentas de las que se tenga memoria (a pesar de la narrativa oficialista, que pretende hacerlas pasar como un día de campo con incidentes aislados).

También, otra vez, la pasmosa facilidad con la que se pueden conseguir armas en Estados Unidos —algo que los republicanos defienden a ultranza como un “derecho natural”—, lo que, en algún sentido, facilitó el ataque de Butler. Como en otras ocasiones, seguramente no pasará nada al respecto. Por otro lado, se pone a examen al Servicio Secreto y su capacidad para custodiar a presidentes, expresidentes y candidatos.

El episodio trae a la memoria, por supuesto, los numerosos magnicidios y atentados contra líderes políticos en Estados Unidos a través de la historia, siendo los de los presidentes Abraham Lincoln (1865) y John F. Kennedy (1963, televisado en vivo) los más impactantes, pero no los únicos: James Garfield (1881) y William McKinley (1901) también fueron asesinados; después, hubo atentados fallidos contra Theodore Roosevelt (1912), Franklin D. Roosevelt (1933), Harry S. Truman (1950), Gerald Ford (dos, con apenas 17 días de distancia, en 1975) y hasta George W. Bush (una granada que no explotó, en Tiflis, Georgia, en 2005), todos los cuales afortunadamente no resultaron heridos; así como Ronald Reagan (1981), quien sí resultó herido, pero sobrevivió al ataque.

A lo anterior añádanse los muy impactantes asesinatos, ambos en 1968, del precandidato presidencial Robert F. Kennedy y el líder del movimiento de derechos civiles Martin Luther King Jr. Todos estos hechos perpetrados por hombres, con excepción —curiosamente— de los dos atentados contra Ford (cometidos por Lynette Fomme y Sara Jane Moore). Larga lista, pues.

Ahora bien, en un mundo en el que las especulaciones y teorías conspiratorias son comunes, incluso sin ninguna evidencia que las respalde, no deja de ser interesante la narrativa que circula en el sentido de que pudo haber sido algo milimétricamente planeado para victimizar a Trump y hacerlo héroe. Hablamos, ciertamente, de un personaje voluntarista sin escrúpulos, que en su vida privada y pública ha cometido varios hechos siniestros con tal de salirse con la suya, pero no hay nada, hasta ahora, que apuntale tal sospecha.