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Horacio Vives Segl

Muerte y magnicidio

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Me refiero a dos fallecimientos ocurridos recientemente, el 8 de julio. Uno de relevancia para la política mexicana contemporánea, el de Luis Echeverría Álvarez, provecto centenario. El otro, el magnicidio del exprimer ministro japonés, Shinzo Abe, que generó conmoción internacional.

Muy poca gente tendrá un buen recuerdo de Echeverría. Habrá, por supuesto, quien resalte algunos saldos positivos del expresidente, quien se había retirado de la vida pública desde hace varios años; pero, a mi parecer, encarnaba, junto con su predecesor, Gustavo Díaz Ordaz, la peor versión del autoritarismo mexicano del siglo XX. En realidad, no hubo que esperar a la muerte de ninguno de los dos, para saber con bastante precisión qué lugar les corresponde en la Historia. Si bien Díaz Ordaz asumió haber dado las órdenes que desembocaron en la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968, las responsabilidades de Echeverría como secretario de Gobernación, en ese entonces, y, posteriormente —ya como presidente—, en la matanza del Jueves de Corpus de junio de 1971 y la “guerra sucia” contra miembros de organizaciones subversivas y opositoras de la época, lo evidencian como lo que fue: el responsable del genocidio más grave ocurrido en el país desde el fin de la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera.

Más allá del repudio popular desde aquellos tiempos, queda también para los anales de historia aquel episodio de 2006, inédito en el país, en el cual la fiscalía encargada de investigar los “delitos del pasado” de los años 60 y 70 acusó a Echeverría por genocidio. Es la única vez que un expresidente ha sido procesado criminalmente en la historia post-revolucionaria, aunque dada su provecta edad nunca pisó la cárcel (estuvo en arraigo domiciliario preventivo) y, tras varias instancias, tres años después fue finalmente exonerado por el Poder Judicial.

Populista, de talente autoritario e irascible, izquierdista a conveniencia —se alineaba en lo internacional, mientras reprimía con crueldad a la izquierda nacional—, intolerante e implacable ante la crítica, capitalizador político de los pobres, Echeverría tiene asegurado su lugar entre los tiranos de la historia. Lo malo es que parte de su lamentable legado parece estar vigente. Las comparaciones están a la vista y no hace falta abundar en ello.

En el escenario internacional, el asesinato de Shinzo Abe produjo azoro y pesar. Era el exprimer ministro que más tiempo había permanecido en el cargo desde la Segunda Guerra Mundial, y, a pesar de haber renunciado al puesto hacía casi dos años, seguía siendo, sin duda, la figura más descollante de la política japonesa. Su asesinato —en un país donde los crímenes violentos son muy pocos, los cometidos con armas de fuego muy raros y los asesinatos políticos inconcebibles— es comparable con los de los primeros ministros sueco, Olof Palme (1986) e israelí, Isaac Rabin (1995). Para mayor dramatismo, el magnicidio se produjo en un acto proselitista en la víspera de las elecciones del domingo (que terminaron por incrementar el peso legislativo del partido de Abe, dando tranquilidad al actual primer ministro, Fumio Kishida, para gobernar hasta 2025).

De corte nacionalista, Abe arriesgó su capital político al tomar medidas para sacudir el estancamiento de la economía nipona (a través de las “Abenomics”) y arriesgó también en la escena internacional, al dar un nuevo enfoque a las relaciones con China, Rusia, Corea del Sur y otras naciones asiáticas con profundas cicatrices históricas y diferencias geopolíticas vigentes, así como, por supuesto, a la intensa y compleja relación con su hoy gran aliado, Estados Unidos.