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Horacio Vives Segl

Oppenheimer: entre el arte y la política

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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A propósito del 78 aniversario del lanzamiento de las bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima (el 6 de agosto) y Nagasaki (hoy).

La irrupción del gran fenómeno cinematográfico de la temporada —sepa disculpar la fanaticada de Barbie esta temeridad—, la extraordinaria Oppenheimer, resulta de lo más oportuno. La película de Christopher Nolan (director, productor y coautor del guion) es, sencillamente, una obra maestra. Más allá de la perfección de las cuestiones técnicas, el guion, la dirección y las sólidas actuaciones dan como resultado una obra sin fisuras. El guion fue adaptado del libro American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, el cual recibió el Premio Pulitzer. Las concesiones para que funcione en el lenguaje cinematográfico se presentan de forma cautivadora. Hay, por ejemplo, un par de situaciones que no tienen desperdicio, ambas producto de la ficción.

Una de ellas es el supuesto diálogo sostenido entre nada más y nada menos que Albert Einstein y Robert Oppenheimer a propósito del desarrollo de los cálculos, los eventuales alcances y las consecuencias de la bomba atómica: de un lado, el autor de la Teoría de la Relatividad y Premio Nobel, y del otro, quien pasaría a la historia como el padre de la bomba atómica. Un agasajo, pues. Si esa conversación hubiera sido real, en todo caso se habría dado entre Oppenheimer y Arthur Compton, pero para el cine funciona mejor con Einstein, claro está.

La otra es la entrevista que, finalmente, le concede el presidente Harry S. Truman a Oppenheimer, después del lanzamiento de las bombas que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial. Más allá del azoro que produce el desprecio con el que Truman se refiere al entonces “hombre más celebre del mundo”, la escena refleja muy bien la tensión que separa y contrapone al científico contra el político. La responsabilidad histórica y política de Truman sobre este hecho, que cambió el curso del mundo —para bien y para mal—, es irreductible.

La película es, además, una exquisitez para los amantes de la política. Hay innumerables situaciones en el guion para contextualizar el momento de la geopolítica de entonces: la rivalidad entre Oppenheimer y Lewis Strauss, con sus dosis de humillación y venganza, esas grandes pasiones humanas; el desarrollo de las sesiones del comité del Congreso para confirmar a Strauss como integrante del gabinete presidencial; el uso político del procedimiento sumario para juzgar a Oppenheimer como “traidor” a la patria y su posterior exoneración; y todo esto en el contexto del macartismo, la persecución comunista y los inicios de la Guerra Fría.

La película es generosa en mostrar polémicas y reflexiones de situaciones extraordinariamente complejas, que de ninguna manera aceptan recetas simplonas. Las más relevantes, en síntesis: el científico que —ilusamente— pone su conocimiento para crear un arma disuasoria y no como el instrumento más letal jamás inventado, y el político que tiene en la razón de Estado la toma de decisiones que implican “el mal menor” y las profundas consecuencias que se arrastran como heridas sin cerrar a lo largo del tiempo.

El aniversario del lanzamiento de las bombas atómicas y el estreno de la película de Nolan regresan al debate público temas por demás pertinentes: si Japón debe seguir con el estatus de control armamentístico que le fue impuesto como uno de los grandes perdedores de la Segunda Guerra Mundial, ante el avance de China y Rusia como potencias militares, o la obligación ética y pertinencia práctica de otorgar reparaciones a las víctimas, tanto en Japón como en Nuevo México.

En suma, un deleite. Tanto para los amantes del buen cine como para los interesados en la política.