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Horacio Vives Segl

El peso de la Historia en el primer año de la invasión rusa a Ucrania

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Estamos a un par de días de que se cumpla el primer año de la artera invasión de Ucrania, ordenada por el tirano ruso Vladimir Putin. Un conflicto absurdo que ya duró demasiado tiempo y para el que, lamentablemente, no se avista un fin inminente.

En primer lugar, hay que recordar el pretexto que da lugar al conflicto. Aquí las lecciones de la historia son particularmente importantes. No cabe duda de que las relaciones entre Moscú y Kiev han sido asimétricas y, particularmente, tirantes en el último siglo. Apenas hace unos meses se cumplieron 90 años del Holodomor, la política genocida a través de la cual Stalin condenó a muerte por hambruna a unos cuatro millones de personas entre 1932 y 1933, afectando, principalmente, a la población ucraniana, una de las más crudas tragedias humanitarias del siglo XX. Años después, la caída del comunismo y la pulverización de la Unión Soviética, en 1991, generaron una serie de relaciones tensas, no sólo con los países de Europa Oriental, otrora bajo la influencia soviética (tras la Cortina de Hierro), sino con los que habían estado directamente bajo el control de Moscú, como parte de la URSS. Finalmente, la relación con Ucrania, después de la anexión rusa de la Península de Crimea en 2014, se volvió particularmente tirante.

Lo primero que hay que señalar —y lamentar— respecto a la delirante aventura neoimperialista de Putin, es el costo en vidas de la población de Ucrania. Cifras conservadoras señalan, al menos, un cuarto de millón de personas. A esto hay que señalar otros tantos cientos de miles de heridos, y millones de desplazados que se han visto orillados a migrar.

Dado que, desde el final de la Guerra Fría, éste ha sido el conflicto bélico librado en suelo europeo que más intereses geopolíticos ha afectado (la guerra de los Balcanes en la ex Yugoslavia en los años noventa del siglo pasado, no generó el involucramiento y confrontación de potencias, como sí lo ha hecho la invasión a Ucrania), los realineamientos y cambios políticos no se han hecho esperar. No es menor que una potencia integrante permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, obligada a mantener el orden internacional y la paz mundial, haya sido la que detonó las hostilidades y que, por supuesto, ha ejercido su —obsoleto e injusto, pero vigente— derecho de veto ante cualquier posible resolución que pudiera detener las hostilidades. No sólo las ha mantenido y, por momentos, acentuado, sino que, incluso, las temerarias y más que lamentables declaraciones de Putin y sus personeros, han llegado a insinuar que pende sobre el desarrollo del conflicto una amenaza nuclear.

Pareciera que es momento de revisar aquella compleja e incómoda alianza de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, autonombrados custodios del orden mundial, surgido desde entonces. Independientemente del ascenso de China como potencia global, como nunca es cierto que Estados Unidos, Reino Unido y Francia —además de una Alemania que entendió (y pagó caro) el horror del nazismo—, hoy tienen al frente el titánico desafío de dimensionar y amortiguar el legado y la capacidad destructiva de la tiranía rusa de Vladimir Putin.