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Continuidad del mar y el aire

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Descubrir a un poeta es siempre una alegría, como si compareciera ante nosotros toda una nueva rama del árbol de la lengua. Es exactamente eso: nos es dado acceder a una dicción personal, y con ella a una música

inédita, que nos demuestra una vez más que el lenguaje es inagotable y que sus posibles combinaciones siempre pueden sorprendernos.

Y es una doble alegría tener el privilegio de seguir las huellas del poeta, conocer los lugares y paisajes que lo inspiraron, ocupar el espacio donde él, o ella, estuvo alguna vez escribiendo uno de sus poemas. Tiene algo de peregrinación, sí, porque tiene algo de devoción: la devoción por la poesía. Eso me ha pasado con W. S. Graham (1918-1986), poeta escocés que pasó gran parte de su vida en Cornwall, Inglaterra, donde ahora vivo. Leerlo es adentrarse en dos lugares: la extremidad meridional —dramática en su entorno— de esta tierra; y en el lenguaje mismo, que obsesionó a Graham al grado de sentirse usado por su lengua, y no a la inversa. Así que, con el hallazgo aún flamante de su poesía, pregunté por él en un pub llamado Gurnard’s Head (maravilloso lugar, perdido en un inmenso páramo que el mar corta de tajo), donde el poeta, bebedor irredento, solía entregarse al ejercicio de la autodestrucción. Me respondieron que hablara con Mr. Richard, que no tardaría en llegar pues iba diario a tomar el té. Dicho y hecho, poco después apareció un anciano caballero en traje de tweed y corbata de moño al que interrogué, al calor de su Earl Grey, sobre el poeta Graham. Esto fue, según tengo fresco en la memoria, lo que respondió de un tirón:

“Ah, Sydney Graham, sí, vivía en una cabaña no muy lejos de aquí, nunca tenía dinero, pero se las arreglaba para venir aquí con frecuencia, a beber con sus amigos, jugar a los dardos y recitar sus poemas, solía caerse de borracho, pero era querido y respetado. Todos sus amigos eran pintores, como Roger Hilton y Bryan Wynter, y aquí organizaban lecturas y cantaban, luego se iban a pintar y él a escribir. Graham comía y bebía poesía, ése era su alimento. Otro amigo pintor suyo fue Peter Lanyon, que murió en un accidente de aviación. ¿Sabe usted?, aquí el mar es a veces de una lisura tan perfecta, de una calma tan total, sin una sola arruga, que cuando una tenue capa de nubes lo recubre, los pilotos lo confunden con el cielo y se estrellan contra él. Hace tiempo, cerca de Lamorna, el mar estaba así de muerto y le comenté a un amigo que podía suceder un accidente, y así fue: poco después un helicóptero se hundió en el agua creyendo que seguía volando”.

Se hizo un silencio. Pensé que Graham tiene un poema que trata tangencialmente sobre eso, titulado “Continuidad del mar y el aire”, en el que habla de hombres desplomados y de la salvación del agua. Pensé que él mismo era una especie de piloto confundido que se había perdido en un mar céltico creyendo que era el cielo. Pensé que la salvación de Graham estaba en su poesía, en ese mar del lenguaje al que entregó su vida. Pensé en estos dos versos suyos que podrían ser su epitafio: “Me he hecho amigo de este mar / que me pronuncia”.