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H. L. Humes, el flautista del caos

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

¿Quién se acuerda de Harold Louis Humes (Arizona, 1926-Nueva York, 1992)? Casi nadie.

No obstante, H. L. Humes, mejor conocido como Doc, fue el fundador de la legendaria revista literaria The Paris Review, que aún circula. Fue en 1948, cuando Humes vivía en París, que creó la revista llamada The Paris News Post, cuyo editor literario era Peter Matthiessen (autor de la hermosa novela The Snow Leopard, 1969). Con él, fundó The Paris Review, publicación a la que se sumaría George Plimpton, quien la editó por cinco décadas.

Humes regresó a Estados Unidos, donde, bajo la tutela de Archibald Macleish, publicó dos novelas, The Underground City (1958) y Men Die (1959), y comenzó a hacerse un nombre como joven promesa. Lo perdemos de vista durante unos años, pero en 1964 publica un ensayo en el que postula que la forma del universo es la de un vórtice esférico cuyo centro se asemeja al símbolo del yin-yang… En 1966 está en Londres, consumiendo grandes cantidades de LSD con Timothy Leary. No vuelve a escribir.

En 1967 está en Roma, donde desarrolla un método de desintoxicación de la heroína que incluía microdosis de LSD, hachís, ejercicios de flotación y técnicas de respiración que, según él, producían un renacimiento en el adicto. En 1968 es encarcelado en París durante las revueltas estudiantiles. En 1969 regresa a Estados Unidos, donde se reinventa como una especie de gurú en varios campus universitarios como Columbia, Princeton y Harvard. Al parecer, era un Sócrates alucinado del siglo XX cuya habilidad verbal era legendaria.

Dije que casi nadie lo recuerda, pero un testimonio lo inmortaliza: el de Paul Auster en su deliciosa autobiografía juvenil Hand to Mouth. El año es 1969 y Paul Auster está a punto de graduarse en la universidad de Columbia. Una noche, sale con sus amigos al Metropol Café en la esquina de Broadway y la Calle 48, que había sido un famoso garito de jazz y ahora era un bar de topless. Ahí se encuentran con un viejo barbado que se está preguntando qué pasó con el lugar y dónde está Gene Krupa: es H. L. Humes. Los estudiantes lo escuchan perorar: dice que fue sometido a una terapia de choques eléctricos que lo ha imposibilitado físicamente para escribir, pero puede hablar. Y Humes habla, habla sin parar. Traduzco a Auster: “Esa noche, nos dio una demostración a gran escala del pleno dominio de su nuevo medio [el verbal]. Era la diatriba de un neoprofeta hípster y visionario, un implacable y apasionado derrame de paranoia y astucia, una travesía mental que se desplazaba del hecho a la metáfora y a la especulación a tal velocidad y de manera tan impredecible que uno se quedaba mudo sin poder decir nada”. Auster invitó a Humes a pasar la noche en su diminuto departamento de estudiante, y esa noche se convirtió en semanas de incansables y alucinados soliloquios que atrajeron la atención de tantos estudiantes, que Auster se vio forzado a abandonar su propio piso durante unos días y pedirle a Humes que, a su vuelta, ya no estuviera ahí. Y, en efecto, Doc Humes desapareció para siempre, y sólo veinticinco años después, el autor de La invención de la soledad supo de él al leer su obituario en el New York Times. Auster lo recuerda como “el flautista del caos”, y con ese mote lo dejamos, arengando en la eternidad.