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Julio Trujillo

Tocar la estrella

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Alexander von Humboldt (1769-1859) fue una fuerza de la naturaleza, un incansable estudioso suyo y, en última instancia, su inventor, pues en muchos sentidos la hizo legible y mensurable para nosotros.

Como Lucrecio, quiso entender y catalogar el cosmos, pero hizo algo más: salió de su estudio y lo vivió “como si la muerte existiera”, voraz, sin dejar nada para mañana. Sólo la muerte pudo detener su energía y su ambición. Una ambición semejante se requiere para escribir la vida del gran explorador prusiano, no sólo por el alud de hechos y datos que fue su vida, sino por el desafío de compartirnos esa embriaguez de mundo, esa vocación de santo, sin fracasar en el intento. William Ospina, poeta (“En la punta de la flecha ya está, invisible, el corazón del pájaro”), ensayista, novelista, apasionado estudioso de la conquista de América, de Byron y su círculo de poetas románticos, de Napoleón y Bolívar, ha conseguido fijar con éxito una faceta (su viaje por América) de la apenas verosímil vida de ese gran naturalista en su libro Pondré mi oído en la piedra hasta que hable (Random House, 2023). Mi ejemplar, deshojado y manoseado, acusa una lectura apasionada. Comparto algunos subrayados:

—Un escarabajo negro de triple cuerno le contaba más historias que un libro egipcio.

—Hay que brindar con vino el día en que un artista se interesa por la ciencia, pero hay que brindar con agua el día en que un científico se vuelve poeta.

—Lo que Alexander no pudo llegar a ver ante el cráter del Vesubio o en el punto donde apareció retorcida la sandalia de Empédocles pudo verlo después en Tenerife y en la línea ecuatorial: el lenguaje deforme y fantástico de las piedras volcánicas, que parece caprichoso como las nubes pero que está sujeto a moldes rigurosos y a dibujos eternos.

—Virgilio dijo que las piedras hablan la lengua de los cíclopes y que todo lo que cuentan tiende a la fábula.

—Este reino nuevo no cabía en las lenguas de Europa.

—Ni siquiera los ríos saben ocultar su pasado.

—El ser más capaz de interrogar el mundo, de vivir sus experiencias, no podía dejar de cruzar por la selva como el lector que avanza por una inmensa biblioteca, sabiendo que sólo le serán concedidos unos cuantos libros de ese tesoro infinito.

—Vivía la experiencia de verlo todo en alemán, de pensarlo en francés, de tratar de sentirlo en castellano, de balbucirlo apenas en taíno o en chibcha, y de forzosamente bautizarlo en latín, como ordena la ciencia.

-Es mucha la riqueza que hay en los reinos, pero es menor que la codicia.

-Fue el último hombre que vio al planeta intacto, y tal vez el primero en advertir no sólo lo que estábamos haciendo con él, sino lo que podríamos hacer: las montañas que íbamos a borrar, los mares que íbamos a secar, las especies que pronto empezarían a figurar en el catálogo de las extinciones masivas.

—Una elemental y prodigiosa experiencia nos dice que las galaxias no estarían allí si no estamos nosotros para verlas, y que a lo mejor proteger a la hormiga puede ser el tamaño de nuestra responsabilidad cósmica.

— Yo de niño quería tener un mapa tan grande que se pudiera caminar sobre él, y hasta me dije: de qué sirve tener un telescopio si no te permite tocar la estrella.