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Pelearle las calles a la ciudadanía

EL ESPEJO

Leonardo Núñez González
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Una de las características básicas de los regímenes populistas es que los gobernantes, que representan a una parte de la sociedad, tratan de asumirse como la encarnación del todo, asumiendo que sólo ellos conocen y son la verdadera voluntad del pueblo, la nación o la patria. Como sistemas que parasitan las democracias, los populismos suelen llegar al poder por las urnas y desde ahí tratan de quemar las escaleras que les permitieron alcanzarlo.

Por eso muchos regímenes populistas terminan comportándose de manera autoritaria.

Uno de los espacios más importantes para un régimen populista de corte autoritario son las calles de las ciudades, pues ahí se disputa la posibilidad de que los ciudadanos aparezcan multitudinariamente y enfrenten a los gobiernos con la realidad de que sectores importantes de la sociedad no están de acuerdo con su mandato. No es casualidad que en países como Rusia el mero hecho de mostrar públicamente una pancarta que critique al gobierno termine con esa persona detenida rápidamente por la policía y que la gran mayoría de manifestaciones sean disueltas de inmediato con un uso desmedido de la fuerza.

La pelea por las calles es una lucha permanente cuyo equilibrio depende del tiempo y lugar, pues si bien todos los populistas autoritarios desearían tener la efectividad para aterrorizar y disuadir a la oposición como el régimen de Vladimir Putin, no todos pueden lograrlo o tienen que intentarlo por medios diferentes. En Nicaragua, por ejemplo, el régimen de Daniel Ortega ha empoderado a grupos de choque que se conocen en el país como “turbas”, que desde hace más de una década reciben recursos y apoyos del gobierno para intimidar y acosar. Conforme las protestas fueron subiendo de intensidad ante la represión de 2018, las turbas también fueron adquiriendo más poder y hoy en día se comportan como grupos paramilitares que han participado impunemente en el asesinato de estudiantes y civiles.

Este sistema es parecido al del régimen chavista de Nicolás Maduro en Venezuela, pues ahí también el gobierno ha utilizado grandes cantidades de recursos para construir grupos, conocidos como “colectivos”, que lo mismo pueden lanzar bombas de humo y repartir batazos desde motocicletas contra los manifestantes, hasta disparar sin empacho para disolver una marcha. La idea detrás de que no se trate directamente del gobierno es clara: si la represión o la violencia se enmascara como hecha por otros grupos diferentes a las fuerzas oficiales del gobierno, entonces las autoridades pueden deslindarse de responsabilidad alguna.

Y a pesar de los esfuerzos por silenciar a la ciudadanía, ni siquiera los regímenes más autoritarios pueden perdurar por siempre. Precisamente en Venezuela, después de más de una década de deriva autoritaria con Nicolás Maduro, la oposición ha sabido recomponerse y organizarse para seguir apareciendo, disputarle el espacio público y el poder. Hoy el chavismo se enfrenta a la posibilidad de ser expulsado del gobierno en las elecciones del 28 de julio, pues ha acabado con los recursos petroleros que lo mantenían y hay una movilización masiva como no se había visto en décadas alrededor de un nuevo candidato único. La batalla está en curso y mucho se resolverá en el músculo democrático que pueda verse en las calles, pues perdidas las calles, sólo gana el silencio.