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Martín Alomo

¿Un suicidio encubierto? Reflexiones sobre muerte y deseo

COLUMNA INVITADA

Martín Alomo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

“La humanidad no escoge el suicidio porque la ley de su ser desaprueba la vía directa para su fin. La vida tiene que completar su ciclo de existencia. En todo ser normal, la pulsión de vida es fuerte, lo bastante para contrabalancear la pulsión de muerte, pero en el final, ésta resulta más fuerte. Podemos entretenernos con la fantasía de que la muerte nos llega por nuestra propia voluntad. Sería más posible que no pudiéramos vencer a la muerte porque en realidad ella es un aliado dentro de nosotros. En este sentido (añadió Freud con una sonrisa) puede ser justificado decir que toda muerte es un suicidio encubierto.”

(“El valor de la vida”. Entrevista de George Sylvester Viereck a Sigmund Freud, 1926)

La muerte no es un problema para la vida. Por definición, un problema se distribuye en planteo, desarrollo y solución, y si tenemos en cuenta que la muerte no tiene solución, entonces no es un problema sino una necesidad, un destino fatal, inexorable. Aunque en realidad, este es solo un modo de ver las cosas.

Por eso mismo, también podríamos ponerlo del siguiente modo: la muerte es un problema. Como tal, plantea desde el inicio una vida que se define en contra, en oposición a ella; luego, desarrolla sus formas más o menos larvadas e insidiosas, a veces más ostensibles, otras menos, de intrusión en la vida -tristeza, melancolía, pulsiones desenfrenadamente destructivas, enfermedad- y finalmente, da la solución a la vida, entendiendo aquí “solución” en el sentido etimológico que la anima: desanudamiento, solucionar es desanudar.

Si desde el nacimiento la muerte nos acompaña, o dicho de un modo más crudo aún en los términos de Gabriel Marcel, cada día que pasa nos parecemos más al cadáver que seremos, ello significa que la muerte está presente en cada momento de nuestras vidas. En este sentido, en el de la muerte que precursa en la vida misma -el término es heideggeriano- se enmarca el comentario freudiano sobre el deslucimiento de lo bello frente al precursar inexorable de la muerte: “La representación de que eso bello era transitorio dio a los dos sensitivos -Freud se refiere aquí al joven poeta y al amigo taciturno incluidos en el relato- un pregusto del duelo por su sepultamiento, y, puesto que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, sintieron menoscabado su goce de lo bello por la idea de su transitoriedad” (1916).

Sin embargo, nuestro deber es elegir la vida y dejar para la muerte la ineludible sorpresa que no podemos prever ni anular por ningún medio: ella nos tomará por la espalda o a la vuelta de una esquina de modo inesperado. “¿Qué se elige? La vida, claro. Ya que uno siempre puede suicidarse y optar por la muerte en acto”, dice Colette Soler (2009). Pero no optar por el suicidio -la decisión filosófica más importante de todas según Camus en El mito de Sísifo (1942)- por todo lo señalado anteriormente, no excluye a la muerte. En este sentido, la cuestión es problemática: no elegir la muerte no la excluye de las alternativas en juego. Precisamente por esto, excluirla de los cálculos resulta aún más complicado: “La inclinación a no computar la muerte en el cálculo de la vida trae por consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones”, escribe Freud (2015). Al respecto, se opone tajantemente a las posiciones decepcionadas: “¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable” (1916).

Sin cantar loas a la muerte, ni mucho menos, me interesa resaltar el valor que la finitud otorga a aquello que afecta, introduciendo el empuje a concluir, a realizar el acto capaz de satisfacer nuestro deseo. De lo contrario, como los inmortales de Borges, yaceríamos apáticos contemplando a las aves anidar en nuestro vientre.

Si bien nuestro deber es elegir la vida, como ha escrito Freud, el precursar de la muerte en algún momento hace notar su presencia con suficiente fuerza como para que su desconocimiento se torne complicado. Hacia el final de los años de una persona anciana, conciliarse con la idea de la proximidad del final sería deseable. En este punto, elegir la muerte no resulta ya un acto autodestructivo o una minusvaloración de la vida, tampoco un sustraerse a los deberes a los que nos convoca la existencia. El ejemplo del Rey Lear -me refiero a la tragedia de Shakespeare- nos muestra cómo el rechazo de esa elección puede desencadenar verdaderas calamidades.

Hasta aquí me he limitado a comentar sucintamente la introducción de Las tragedias del deseo. Edipo, Lear, Hamlet (2014), libro en el que junto a Vanina Muraro hemos explorado en detalle las distintas posiciones del sujeto ante la muerte y sus incidencias en el deseo.

* Martín Alomo es Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Psicología Clínica. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis (UBA). Codirector de la Maestría en Psicopatología (UCES). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).