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Rafael Rojas

El golpismo corriente

VIÑETAS LATINOAMERICANAS

Rafael Rojas
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Así como Umberto Eco habló de un fascismo corriente, banalizado, rutinario, que puede reproducirse bajo un régimen democrático, en América Latina observamos un golpismo de la misma naturaleza. No es el golpismo como práctica del cambio de régimen, ejecutada por una junta militar, como en la Guerra Fría, sino uno más sofisticado, que recurre al lawfare o al juicio político. En su versión más burda, ese golpismo corriente se reduce al magnicidio, como el que se produjo hace un año en Haití o acaba de intentarse en Guatemala.

En su libro Revolution and Reaction (2019), Kurt Weyland identifica unos veinte golpes de Estado en Suramérica, entre 1960 y 1980, perpetrados por diversas juntas militares. Hasta los años 80, la ruta fundamental de avance del autoritarismo, en América Latina, fue el golpe de Estado. En los últimos treinta años, con la generalización de democracia, esa práctica decae y muta.

Lo más cercano fueron el autogolpe de Alberto Fujimori en 1992, el intento de golpe contra Hugo Chávez en Venezuela en 2002 o el derrocamiento de Manuel Zelaya en 2009. Las destituciones de Fernando Lugo en 2012, Dilma Rousseff en 2016 y Evo Morales en 2019, a las que ciertas matrices muy ideologizadas de opinión llaman “golpes de Estado”, fueron fenómenos políticos distintos, más cercanos al lawfare.

El golpismo corriente en América Latina se refleja también en una visión ahistórica del autoritarismo regional. Regida por una subvaloración de los procesos de transición democrática de fines del siglo XX, esa idea parte del prejuicio de que sólo son democráticos los gobiernos de izquierda y que todas las derechas son esencialmente golpistas.

En México, Argentina, Perú y Bolivia hemos visto, en diferentes grados, cómo las izquierdas en el poder no sólo acusan de golpistas a sus opositores sino a los estallidos sociales, los movimientos indígenas y ecologistas, las feministas, los sindicatos, los jóvenes o cualquier grupo que articule una contestación pública de políticas gubernamentales o del propio proyecto del Estado.

En la acusación gratuita de golpismo, esos gobiernos, que no han experimentado plenas regresiones autoritarias, incorporan una práctica acendrada en regímenes como el cubano, el venezolano y el nicaragüense, que tienen como premisa la ilegitimidad de la oposición. Dado que se trata de regímenes que se presentan como “revoluciones”, sin serlo, sus opositores son tratados mediática y judicialmente como “contrarrevolucionarios”.

Cuando en los medios oficiales mexicanos o argentinos se reitera que opositores pacíficos y legítimos son “enemigos de la nación” y “traidores a la patria”, emerge el golpismo corriente. La mentalidad golpista opera desvirtuando las reglas reales del juego democrático y envileciendo públicamente la agenda de sus actores. En democracia, el golpismo corriente no es tanto producir un golpe de Estado como propagar una atmósfera golpista desde el poder.