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Federación y frontera

APUNTES DE LA ALDEA GLOBAL

Portada de la Constitución federal de la República mexicanaFoto: Gobierno de México
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Hace doscientos años entró en vigor la primera Constitución federal de la República mexicana. Con rigor histórico no podría sostenerse, como se lee en algunos medios, que el federalismo mexicano cumple dos siglos, ya que aquel pacto, más confederal que federal, fue interrumpido en 1835, recuperado en 1846, vuelto interrumpir en la última dictadura de Santa Anna y el imperio de Maximiliano, y transformado durante los procesos de cambio constitucional que van de la Reforma a la Revolución.

Sin embargo, hay algunas constantes institucionales que se han mantenido en estos dos siglos y que provienen de la adopción de la forma republicana de gobierno, en contra del sistema monárquico que existió hasta el imperio de Iturbide, y también de la necesidad de crear un equilibrio de competencias entre el gobierno central y los nuevos estados regionales. Los constituyentes del 24 pensaban que el federalismo podía dotar de una flexibilidad territorial a la nueva república, aprovechable, sobre todo, para asegurar las fronteras centroamericana y caribeña.

Durante mucho tiempo, el criterio predominante en los análisis de la Constitución del 24, estuvo marcado por la visión de sus propios actores o protagonistas. Estuviesen a favor o en contra de aquel sistema organizativo, Lorenzo de Zavala y Fray Servando Teresa de Mier, José María Luis Mora y Carlos María de Bustamante, coincidieron en que el mayor referente del texto constitucional había sido la Constitución de Estados Unidos de 1787.

En la segunda mitad del siglo XX, comenzaron a surgir, sobre todo, en la historiografía académica estadounidense, lecturas críticas o revisionistas, como las de Nettie Lee Benson y Charles Hale, que llamaban la atención sobre el peso de la Constitución de Cádiz en el nuevo diseño republicano. La definición de la nación, su unidad territorial y su religión “perpetuamente católica, apostólica y romana”, con “prohibición del ejercicio de cualquier otra”, provenían del liberalismo gaditano e, incluso, de antes, del imperio borbónico.

El propio sistema federal adoptado, como anotarían luego otros historiadores como Josefina Zoraida Vázquez y Marcello Carmagnani, sería más confederal que federal, jeffersoniano, dotando a los estados de amplia soberanía. Cuando los constituyentes del 24 afirmaban que la “nación mexicana adoptaba para su gobierno la forma republicana representativa popular federal” se acogían más a las ideas de los Artículos de la Confederación (1877) de Franklin y Jefferson que a las de los Papeles federalistas (1788) de Hamilton, Madison y Jay.

Más allá de los matices, algo que resulta indudable y renovadamente válido, en el contexto de la integración de México a América del Norte, que arrancó a fines del siglo XX, es que entonces, como ahora, el federalismo mexicano estaba relacionado con una manera de lidiar con las fronteras con otra república poderosa y con una gran capacidad de expansión territorial.

Los centralistas del 35 y, luego, Lucas Alamán y no pocos conservadores, responsabilizarían al federalismo de la fragmentación nacional y de la pérdida de más de la mitad del suelo, tras la guerra con Estados Unidos. Lo cierto es que la vuelta a la república federal se produjo en medio de un conflicto acelerado luego de la anexión de Texas, en 1845, que tuvo lugar bajo los gobiernos centralistas de José Joaquín Herrera y Mariano Paredes y Arrillaga.

Hoy, aquella conexión entre federalismo y frontera adquiere una actualidad apremiante. La guerra aparece otra vez en el horizonte, no como consecuencia de un conflicto militar directo entre dos naciones que, supuestamente, comparten una misma estrategia de seguridad, sino como efecto de las disputas territoriales de los cárteles de la droga, los dilemas del éxodo y el control migratorio y las tensiones entre los estados fronterizos binacionales y las de éstos con sus gobiernos centrales.