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Valeria López Vela

Sucedáneo de igualdad

ACORDES INTERNACIONALES

Valeria López Vela
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Las últimas semanas hemos visto un renacimiento de las denuncias y los señalamientos en redes sociales alrededor de temas de violencia sexual. Desde el estallido del MeToo, en 2019, ha habido distintas intensidades en las quejas; generalmente, se nombraba a los agresores con el fin de exponer su conducta frente a la comunidad. Se trataba de una variante del naming and shaming que buscaba visibilizar las violaciones a Derechos Humanos.

A pesar de las denuncias, ha habido pocos avances sustantivos en la justicia entre los géneros; en vez, han proliferado los listones rosas, los días naranjas, los protocolos inoperantes y una serie de farsantes que “fingen” cumplir la ley, pero que ponen por encima de la Constitución o los Tratados Internacionales, cualquier circular que les envía el funcionario en turno.

Todos estos paliativos reforzaron las prácticas de discriminación, pues, lejos de revertir el fenómeno de opresión sexual, normalizaron las denuncias y que no sucediera nada más que eso.

Además, los agentes encargados de ejecutar los protocolos no fueron entrenados de forma correcta; en vez, los oportunistas patriarcales ocuparon esos espacios y los usaron para negociar: a veces, retardando la atención, otras perdiendo los expedientes; las peores, revictimizando una y mil veces a las víctimas.

De esta forma, la falta de atención, de capacidad, el tráfico de intereses y las omisiones sistemáticas crearon las condiciones para una nueva falta: la violencia institucional hacia las mujeres víctimas. En México, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia define a la violencia institucional “los actos u omisiones de las y los servidores públicos de cualquier orden de gobierno que discriminen o tengan como fin dilatar, obstaculizar o impedir el goce y ejercicio de los derechos humanos de las mujeres”.

Este fenómeno ya había sido descrito en la literatura especializada por Cynthia Cockburn (2004) que haciendo referencia a “una inercia y continuidad de la violencia en la vida de la gente, y especialmente de las mujeres, donde sus historias parecen transcurrir en un continuo donde la norma y la constante es la violencia en su contra, siempre y en todo lugar”.

Fuera del escarnio social, las víctimas se quedaron sin arma alguna. Pero, por si fuera poco, los agresores aprendieron rápidamente que judicializando los casos —por cualquier vía— amedrentarían a las ya de por sí lastimadas denunciantes. Además, crearon un nuevo estereotipo alrededor de las mujeres: “las feministas” entendidas como un conjunto de “locas, exageradas que odian a los hombres”. Defender o defenderse de las agresiones se tradujo en incomodidad institucional.

¿Qué hacer frente a este sucedáneo de igualdad? La respuesta empieza a gestarse alrededor del mundo, en una segunda ola del MeToo que, en esta ocasión, se enfoca en los encubridores institucionales, en los normalizadores de las violencias, en los retardadores de la justicia y que han promovido la impunidad y, con ello, incrementado la violencia.

Pronto, en México, veremos el inicio de esta ola que incomodará a muchos pero, hay que decirlo, habremos de defender hasta que la dignidad se haga costumbre.