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Valeria Villa

Fin de la pandemia

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

No deberíamos dejar pasar el anuncio oficial del final de la pandemia por Covid-19 que comunicó hace unos días el director de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, quien en su informe final dijo que fueron más de 765 millones de casos de coronavirus y veinte millones de muertes a causa del virus.

Las estrategias que establecieron la mayoría de los países que manejaron con éxito la pandemia consistieron en confinamientos estrictos, uso obligatorio del cubrebocas y vacunación masiva de la población, sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos sobre los costos del confinamiento, durante el que las otras personas se volvieron amenazas potenciales para la vida. Muchas investigaciones apuntan a que encierros de más de 10 días constituyen una experiencia traumática, que se manifestará durante tiempo variable en depresión y ansiedad, sobre todo de tipo social. Claro que hubiéramos preferido no estar encerrados ni dejar de ver a nuestra familia y a la gente con la que trabajábamos, pero la estrategia del distanciamiento social funcionó para salvar vidas.

Apenas durante estas semanas se siente de manera franca la vuelta a la normalidad. Ya casi nadie usa cubrebocas ni siquiera en espacios cerrados, volvieron los conciertos musicales, las fiestas familiares y toda clase de reuniones. El 2020 parece lejano pero la gente sigue hablando de todo lo que se perdió durante estos años. Muertos a quienes no pudieron despedir, negocios que cerraron, pérdidas económicas, y en lo social y afectivo el adormecimiento de cierto toque humano, la habilidad para volver a abrazarse, salir a divertirse, retomar la costumbre de cuidar los vínculos. Hay incluso quienes recuerdan con nostalgia el “feliz encierro” durante el que la casa se volvió el único espacio seguro y que acabó de modo temporal con la obligación de convivir con gente. Fue el paraíso de los introvertidos.

La consulta terapéutica sufrió una metamorfosis que no tiene regreso. Muchos pacientes han decidido no volver presencialmente al consultorio y seguir con su terapia de modo virtual. Porque nos adaptamos, porque funciona y porque ya no hay límites geográficos para trabajar con una terapeuta que vive en otro estado o en otro país. Lo que sí dejamos de hacer en los encuentros presenciales es darnos beso, abrazo o incluso la mano. Ya no estamos dispuestos a contagiarnos sólo por convivir. Nacieron bebés pandémicos, niños se convirtieron en adolescentes cuando por fin regresaron a la escuela, parejas se desintegraron después de la emergencia y otras lograron sobrevivirla. La virtualidad se apoderó de nuestros usos y costumbres. Los retos serán recuperar las ganas de ver a los otros aunque podamos verlos en la compu-

tadora o en el teléfono. Los ancianos que dejaron de salir por completo tendrán que hacer un esfuerzo por volver a la calle aunque casi no tengan ganas de hacerlo. Poco a poco tendremos que procesar que los últimos tres años detonaron enfermedades mentales que tal vez estaban latentes y que se manifestaron con virulencia. El miedo a la muerte de quienes amamos y de nosotros mismos nos ha dejado en un estado de vulnerabilidad, a algunos más que a otros, porque las diferencias individuales no desaparecen ni frente a una experiencia colectiva. Quizá nos hemos vuelto más selectivos sobre con quién queremos pasar el tiempo después de este recordatorio sobre la fragilidad de la especie humana. Celebremos estar vivos, no es cualquier cosa.

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