Periodista alemán retratra logros en salas de operación

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Foto: larazondemexico

En 1632, un Rembrandt de veintiséis años se planta delante de un lienzo y se dispone a pintar su primer retrato de grupo, que le acaba de encargar el gremio de los cirujanos de Ámsterdam. En él se ve a un célebre médico de la época, Nicolaes Tulp, impartiendo una Lección de anatomía, tal es el nombre del óleo en el que el maestro enseña, por medio de un ladrón que acababa de ser ahorcado, los músculos del brazo a otros doctores.

Esa imagen sin duda estaría en la retina de un hombre que toda su vida quiso ser profesor de cirugía y que proyectó sus expectativas profesionales en su hijo, Henry Steven Hartmann, cuya familia había emigrado desde Alemania a Norteamérica en los años de la colonización de Nueva Inglaterra y cuya vocación “quedó trazada el día en que asistió en Boston al descubrimiento de la anestesia”. Lo cuenta su nieto Jürgen Thorwald en El siglo de los cirujanos (traducción de E. Donato Prunera): “A partir de ese momento su vida fue un gran viaje único tras las huellas de los progresos de la cirugía, que sólo fue interrumpido por la guerra civil norteamericana, durante la cual prestó servicio al lado de los estados del norte como cirujano del ejército de Potomac”.

Hartmann viajaría por el mundo entero para entrevistarse “con casi todos los cirujanos y científicos cuyos nombres destacan en la historia del siglo de los cirujanos, por haber abierto nuevos caminos a la investigación”, acudiendo a las más importantes bibliotecas en busca de archivos que le proporcionasen “una imagen viva de la época heroica de la gran cirugía, de sus protagonistas y de sus víctimas, de sus triunfos y de sus fracasos”, y moriría en Suiza en 1922.

El año 1846, gracias al empleo de la anestesia y más tarde con los avances en la asepsia, marca un punto de inflexión en cómo los médicos afrontarán las operaciones. Hasta esa fecha sucedían casos como los que cuenta Thorwald en el libro de 1958, el de los héroes de juventud de su abuelo; primero, uno sucedido en Kentucky con el doctor McDowell, que curó increíblemente a una mujer que tenía un tumor tan grande en la barriga que parecía que estaba embarazada, mientras la gente se agolpaba fuera de su casa porque pensaban que el médico era un asesino; y segundo, el de Warren en el General Hospital de Boston, que enseñó a sus alumnos cómo operar el muslo luxado en la cadera de un joven, sacar un tumor del pecho de una mujer y amputar la pierna de un marinero que ni se quejó cuando lo atravesó la sierra. Casos en los que el opio o el coñac no conseguían la relajación de los músculos —ni siquiera el cigarro que se ponía en el recto para que la nicotina hiciera ese efecto— y que, vistos hoy, eran tratados con una falta de higiene descomunal.

Cuestión de higiene. Después seguimos los pasos del protagonista al lejano Khanpur, para estudiar la “antigua cirugía india, tan reiteradamente citada y encomiada por los profesores románticos”, y asistimos a un problema de un niño de cálculos vesicales y a la decepción por el hecho de que los métodos allá empleados eran parecidos a los medievales en Occidente. De tal modo que El siglo de los cirujanos es también la crónica heroica de muchos facultativos que consiguen, por ejemplo, la reconstrucción quirúrgica de una nariz destruida por culpa de un sablazo o la sífilis, o dan un paso de gigante cuando en el hospital de Massachusetts nace la “narcosis, esto es, la anestesia por aspiración de gases químicos”, un descubrimiento inesperado, en pos de “la conquista del cuerpo humano”, y que el autor explica, como en el resto del libro, con tan grandes amenidad y rigor como pulso narrativo que hasta los más aprensivos ante una sala de operaciones disfrutarán y aprenderán como con el mejor manual de historia de la medicina.

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