El latinoamericanismo de Fuentes

Rafael Rojas

Mucho y bien se ha escrito en los últimos días sobre Carlos Fuentes. Se ha evocado la renovación de la narrativa mexicana que produjeron sus primeras novelas: La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz (1962), Aura (1962).

Se ha recapitulado su larga trayectoria de intelectual público, favorable siempre a la democratización de México y emblemática de la evolución de tantos escritores latinoamericanos, que en la segunda mitad del siglo XX transitaron de la izquierda revolucionaria a la izquierda democrática.

Lo que no se ha destacado lo suficiente en estos días es que Carlos Fuentes fue uno de los pocos escritores mexicanos que incorporaron, desde los inicios de su carrera, una visión de América Latina a su poética y su política. Nacido en Panamá, vivió de niño y adolescente en Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires, Quito y Santiago de Chile, ciudades en las que su padre fue diplomático. Cuando se establece finalmente en México, en edad universitaria, ya el escritor poseía un perfil latinoamericano, ajeno a muchos de sus contemporáneos.

No es raro que ese latinoamericanismo llevara a Fuentes a ser un entusiasta defensor de la generación del boom, a la que pertenecía por derecho propio, de la Revolución Cubana en los 60, de Salvador Allende y Unidad Popular en Chile en los 70 y de las revoluciones nicaragüense y salvadoreña en los 80. En su apoyo a esas revoluciones, Fuentes no hacía más que proyectar la mirada de un hijo de la Revolución Mexicana, que buscaba la estela de esta última en otros países de la región.

El latinoamericanismo de Fuentes se reflejó en sus simpatías y amistades políticas, que fueron muchas y disímiles, y en su idea de la literatura continental. Desde los años 60, en pleno boom, Fuentes, como Vargas Llosa, hizo algunas aproximaciones críticas al fenómeno, que pueden leerse en su ensayo La novela hispanoamericana (1969). Un texto que iría reescribiendo y renovando en libros de las décadas siguientes, como Geografía de la novela (1993) y La gran novela latinoamericana (2011), uno de sus últimos ensayos.

La idea histórica de América Latina de Fuentes se puso a prueba en el contexto del quinto centenario de la llegada de Colón al Caribe. Valiente Nuevo Mundo (1990) y El espejo enterrado (1992) son dos buenas muestras de la misma y de los límites y estereotipos que el discurso de la identidad cultural latinoamericana podía reproducir, incluso, en la prosa hábil y vanguardista de Fuentes. La historiografía de las dos últimas décadas ha desestabilizado los lugares comunes de aquellos libros, pero éstos han quedado como notables intervenciones históricas de un escritor que se atrevió a rebasar las fronteras locales de su cultura.

Con la misma pasión que se opuso a las dictaduras militares latinoamericanas, entre los años 60 y 80, Fuentes defendió las transiciones a la democracia en el continente a fines del siglo XX. Su crítica al autoritarismo de algunas izquierdas latinoamericanas en el poder fue consecuente. Pudo haberse equivocado en algún posicionamiento público y pudo haber reproducido ciertos estereotipos históricos, pero la mirada latinoamericana de Carlos Fuentes es un alegato vivo contra los nacionalismos estrechos en América.

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