Tres momentos en la vida de George Steiner

Siempre me pasa lo mismo: abro un libro de George Steiner y no lo puedo cerrar hasta terminarlo, así sea un tabique como Tolstoi o Dostoyevski.

E incluso si es un libro delgado, como sus Diez razones para la tristeza del pensamiento, el sentimiento que me invade después de la lectura es el de una milenaria densidad cultural que no he encontrado en ningún otro autor contemporáneo.

¡¿Por qué esta adicción a un autor que no podríamos llamar en ningún sentido fácil ni ligero? Por su generosidad, porque todo el conocimiento de Steiner (que abreva tanto de fuentes clásicas como contemporáneas, tanto literarias como científicas, tanto de la música como de las matemáticas como de la filosofía) nos lo devuelve como divulgación, y mejor aún: como conversación.

No diré que es un conocimiento “digerido” pues es un término que él odia (digest en inglés), pero sí que tiene el inmenso talento de poner en palabras llanas y emocionantes un fragmento particularmente abstruso del Tractatus, de Wittgenstein, por poner un ejemplo.

¡Ahora aparece un libro de conversaciones con este gran pensador que evidencia lo sospechado: conversa como escribe, o viceversa. La articulación de su pensamiento, al ser trasvasada a la oralidad, pasa por una sintaxis diáfana y elegante y se nos entrega en párrafos elocuentes, cargados de historia y de sentido. El libro (titulado Un largo sábado. Conversaciones con Laure Adler, editado por siruela) aporta una novedad que casi no encontramos en ningún otro lado: el lado anecdótico de este maestro de la abstracción y la metáfora, esos pedazos de su biografía que lo marcaron para siempre. Comparto tres anécdotas:

-Nacido con un brazo prácticamente pegado al cuerpo, un brazo inútil, Steiner tuvo la opción fácil de usar zapatos con cremallera, pero su mamá (“el genio de mi madre, una gran dama vienesa”) decidió que no: “Vas a tener que abrocharte los cordones de los zapatos”. Le dice Steiner a la entrevistadora: “Es difícil, se lo aseguro. El que tiene dos manos hábiles no se da cuenta, pero atarse los cordones de los zapatos requiere una gran habilidad. Gritaba, lloraba; pero al cabo de seis o siete meses había aprendido a atarme los cordones”. Y concluye, en un giro muy suyo que transporta una anécdota aparentemente sencilla en algo trascendental: “Era una metafísica de la voluntad, de la disciplina y sobre todo de la felicidad.”

-El niño Steiner observa, junto a su niñera, a una manifestación que grita “¡Muerte a los judíos!” en pleno advenimiento del nazismo. Cuidadosa, la madre ordena que se cierren las persianas, a lo que el padre da la contraorden de subir las persianas, y le dice al hijo: “Eso se llama historia, y nunca debes tener miedo”.

-Steiner entra por primera vez a su despacho en la universidad de Pekín y le llega un olor nauseabundo. Descubre que a su máquina de escribir le falta la mitad del teclado y que el escritorio se sostiene sobre tres patas tambaleantes. Pasa cinco minutos inserto en un “pánico estúpido” hasta que se asoma un joven que le dice: “Me he inscrito en su seminario, ¿podría darme la lista de libros que vamos a estudiar?” Steiner nos dice: “Ya me sentía en casa, totalmente”. Y también: “Dadme una mesa de trabajo y ya tengo una patria. No creo ni en el pasaporte ni en la bandera. Creo profundamente en el privilegio del encuentro con lo nuevo”.

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