Lizeth Gómez de Anda
Cuando salió a la luz La Familia Burrón, la historieta en México vivía su época dorada. Entre los años cuarenta y cincuenta una sola revista podía tener un tiraje de 350 mil ejemplares en dos semanas, y una sola revista podía ser leída por hasta cinco personas, lo que permitió que cerca de 10 millones de mexicanos se envolvieran en los deleites de la cultura popular del país.
Todavía en 1989 estas publicaciones formaban parte del 80 por ciento de las ediciones periódicas; sin embargo, unos años después, el cómic creado en México sufrió una crisis que persiste en la actualidad. A pesar de eso, en volumen, México ha sido el principal productor de Occidente.
Fue en 1908 cuando la historieta se instaló oficialmente como una forma de expresión, para criticar y reflexionar en torno a la sociedad mexicana, influenciados por la historieta moderna estadounidense. Así aparecieron las primeras series mexicanas con globos de diálogo, basadas en las historias yanquis: Las aventuras de Adonis, de Rafael Lillo y Macaco y Chamuco, aventuras de dos insoportables gemelos, de M. Torres.
La revolución mexicana provocó la proliferación de unas viñetas politizadas, entre las que destacan Sisebundo, creada por Pérez y Soto.
Pero fue el éxito de la revista Paquín, que publicaba principalmente material estadounidense, que los empresarios se lanzaron a la conquista del mercado nacional con revistas como Paquito, que publicaba las creaciones de Vargas.
Gabriel afirmaba que la publicación de La familia Burrón continuaría hasta su último día, pues representaba su pasión y su vida misma. Eso no ocurrió, Vargas falleció casi un año después de que saliera el último número. Pero quedan los bosquejos de esos momentos llenos de ocurrencia en los que transitó.
Gabriel Vargas, sin igual
Nadie como Vargas retrató el folklore urbano de la capital en sus historias —a la manera de Chava Flores en la canción—, al grado que sus personajes más célebres forman parte ya de la vida real.
Por eso cuando Carlos Monsiváis inauguró su Museo de El Estanquillo, el 23 de noviembre de 2007, ubicado en un edificio porfiriano de las calles de Madero e Isabel La Católica, con la exposición de los moneros Rius y Vargas, titulada De San Garabato al Callejón del Cuajo, en grandes paneles los dibujos de Borola, Regino, Macuca y los demás miembros del clan Burrón asomaban sobre los ventanales.
Pero no sólo las célebres creaciones del historietista se colocaron en el recinto, tras su muerte ocurrida el 24 de mayo de este año y como un reconocimiento a su trayectoria la sala dos del Museo del Estanquillo llevará el nombre de “Gabriel Vargas”, para recordar a “una de las figuras más representativas de la caricatura mexicana”, comenta Elena Cepeda de León, secretaria de Cultura del DF.