Pedro Páramo a Sesenta Años

Juan Rulfo (1917-1986) estaba por cumplir treinta y ocho años cuando se publicó Pedro Páramo. Durante 1955 también apareció La Hojarasca, novela breve en la cual germinó el nombre y los horizontes de Macondo que llegarían a Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez. El íncipit “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había que recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” es un homenaje al escritor jalisciense y alude a un pasaje climático en torno al cacique Pedro Páramo: “El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo”. El premio Nobel colombiano anotó que la novela de Rulfo le causaría una agitación que no había sufrido desde que leyó La metamorfosis de Kafka: “El escrutinio a fondo de la obra de Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros”.

Entre la publicación de Pedro Páramo y la muerte de Rulfo transcurrieron más de tres décadas que vieron crecer el prestigio del escritor; su novela y los cuentos reunidos en El Llano en llamas (1953) se llevaron a más de medio centenar de lenguas, y los tirajes en español se reprodujeron por cientos de miles. A los diecisiete años el escritor abrazó su libertad e inició su trabajo escritural. Había asimilado los conflictos de la fe y una espinosa disciplina formativa que se alimentó del confinamiento en el orfanatorio y en el seminario (1927-1934). Emergió su vocación y uno de sus gérmenes fue el asesinato de su padre cuando el futuro escritor contaba con seis años de edad. La crisis de la pérdida se acentuó, cuatro años, con la muerte de la madre. El niño sumergió y elaboró el duelo entre los libros de la casa materna de San Gabriel donde estaba la biblioteca de su abuelo y la del curato que se alojó ahí cuando las iglesias se cerraron durante la Cristiada.

La transfiguración del duelo en trabajo creador fue pausada y rotunda. Un decenio transcurrió desde la publicación de su primer texto —“La vida no es muy seria en sus cosas”— y la aparición de Pedro Páramo (cuyos primeros imágenes y bosquejos surgieron en 1947). Ese lapso será muy fructífero en la escritura y también en su trabajo fotográfico —sobre arquitectura, paisajes y retratos— que alternaba con el alpinismo. Dejó un archivo de unos seis mil negativos. El ejercicio de la escritura y la fotografía fueron para Rulfo una afición: “Para mí el único oficio es el de vivir”. La gestación de Pedro Páramo tuvo un largo proceso; su autor recuerda: “Debido al fracaso de mi novela [El hijo del desaliento] escribí cuentos tratando de buscar una forma para Pedro Páramo a quien llevaba en la cabeza desde 1939”. Entre abril y mayo de 1954 inicia la escritura de Pedro Páramo; en cuatro meses reunió trescientas páginas, y “conforme pasaba a máquina el original destruía las hojas manuscritas”.

El trabajo más arduo y más laborioso en el proceso escritural, sin duda, fue la decantación del manuscrito: corrección, supresiones, reescritura; sobre todo cambios al pasar de la denotación a la connotación del texto en su integración al discurso y las inflexiones de su conformación como un texto poético más que narrativo. En su estructuración sintáctica reside también la complejidad del texto y su comprensión inmediata, aunque ciertamente, como el propio escritor lo señaló, la dificultad es aparente porque a partir de la segunda lectura la compresión se revela naturalmente comprensible sin desaparecer su complejidad textual: ahí reside parte de su riqueza impregnada de cierta oscuridad que Rulfo aceptó ante Joseph Sommers, a quien revela de manera implícita sobre el sentido de la fragmentariedad connotativa (“Intenté sugerir ciertos aspectos, no darlos”), que asimismo le permite transitar las fronteras espaciales y temporales (“porque los muertos no tienen tiempo ni espacio”) y así permitió la convivencia entre vivos y muertos, aunque lo cierto es que todos en el pueblo de Comala —que es el femenino de comal— están muertos, aunque el lector lo sabrá ya avanzada la lectura del texto.

La desilusión es proporcional a las esperanzas y reminiscencias del paraíso perdido de Juan Preciado y de su madre Doloritas, así como el deseo del muchachito Pedro Páramo por la niña Susana; muchos años después la tiene cerca ya en estado demencial: loca y envejecida de manera prematura. Yace entre sueños. Era la pesadumbre de la vida en la frontera con la muerte que avistó el cacique. “Los viejos dormimos poco, casi nunca. A veces apenas si dormitamos; pero sin dejar de pensar. Eso es lo único que me queda por hacer.” Después añadió en voz alta: “No tarda ya. No tarda…” Y sus últimos pensamientos pronunciaba el nombre del único ser que, además de Miguel Páramo, había amado a lo largo de su vida de la Media Luna: el niño, más tarde dueño de un feudo, y el hombre aniquilado por la ausencia del único ideal en la vida; él invocaba lejos de su autoridad, cerca del sepulcro.

La historia doméstica, social y afectiva del pueblo la compartió una comunidad de la que sabemos sólo por sus voces, ya fuera del tiempo, recuperadas por el narrador de la primera parte de la novela. Hablan las almas de un pueblo: Doña Dolores, Juan Preciado, Abundio Martínez, Eduviges Dyada —“quien obró contra la mano de Dios”—, por haberse suicidado; su hermana María intercedió por ella ante el cura; Dorotea —la Cuarraca—, Fulgor Sedano, el padre Rentería, Miguel Páramo, Susana San Juan: que simboliza la subversión y la libertad en un pueblo sojuzgado. Habrá personajes, de breve o fugaz aparición pero cuya importancia es significativa como la madre de Susana San Juan y su padre —Bartolomé San Juan—; Florencio —la plenitud pasional de Susana San Juan—, Damiana Cisneros, el licenciado —Gerardo Trujillo—, el Tilcuate, Inés Villalpando, Justina —la nana de Susana San Juan—; Refugio —la mujer de Abundio Martínez—, o la pareja incestuosa: Donis y su hermana; Gamaliel Villalpando y su madre —doña Inés—; la madre de Susana San Juan; el padre del dueño de la Media Luna: Lucas Páramo, o el hermano del padre Rentería, asesinado por Miguel Páramo, quien también cometió el delito de estupro a Ana, sobrina del cura. Hay personajes desdichados; algunos, malogrados como Toribio Aldrete, quien es ahorcado para silenciar una deuda del cacique.

Alguno chusco, como Inocencio Osorio, el Salta perico, quien trabajaba como “amansador” (en realidad “provocador” de los instintos sexuales de las mujeres) y recuerda a Lucas Lucatero en “Anacleto Morones”. Habrá otros de quienes sólo se sabe por su nombre y cuyo paradero de desconoce en un espació inasible y sin tiempo. Algunos muy incidentales y ambiguos como el de Rogelio. Aunque quienes preguntan por ellos ya están muertos, el diálogo, la conversación, la palabra les confiere una identidad que acredita toda pronunciación de la palabra. Se interrogan si acaso todavía vivirán: Filomeno, Dorotea, Melquiades, Prudencio el viejo y Sóstenes.

Hay un personaje que atestigua con silencio omnisciente, que perdura entre las ráfagas de la memoria que deja instantáneas de su fertilidad y prodigalidad: Comala, el reino del cacique Pedro Páramo, a quien conocemos, sobre todo, de manera indirecta en la primera parte; a través de Dolores, Juan Preciado y Abundio, sabemos que estamos ante la maldad personificada: “un rencor vivo”.

La frustración persigue a la comunidad en Comala. Los anhelos insatisfechos llevan a la desdicha exaltada que encubre el indecible drama. La desilusión rodea al fracaso y al quebranto de la pérdida. El aserto “nombre es destino” en Pedro Páramo manifiesta su trayectoria: hombre rudo, impasible e inclemente que acaba desmoronándose en “un montón de piedras”.

El 19 de marzo de 1955 se termina de imprimir la novela Pedro Páramo (número 19 de la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica), con un tiraje de dos mil ejemplares y viñetas de Ricardo Martínez. José C. Vázquez y Alí Chumacero cuidaron la edición. Antes de nombrarse como se le conoce, el texto se llamó sucesivamente “Los desiertos de la Tierra”, “Una estrella junto a la Luna” y “Los murmullos”. Cinco meses después se publica el texto sobre Rulfo que más resonancia ha tenido en la crítica rulfiana. “Realidad y estilo de Juan Rulfo” de Carlos Blanco Aguinaga (Revista Mexicana de Literatura, número 1, septiembre-octubre de 1955). Este artículo junto con el texto de Carlos Fuentes publicado en el L’esprit des lettres (Rhone, noviembre-diciembre, 1955) y la primera traducción de Pedro Páramo, al alemán por Mariana Frenk (Munich, Carl Hanser, 1958) son el punto de partida del la proyección internacional de Rulfo, cuya obra se ha llevado a alrededor de medio centenar de lenguas.

Se han escrito miles de páginas para explicar la obra de Rulfo que llevó, aun, a una suerte de industria académica que ha glosado, analizado e interpretado Pedro Páramo; en suma, sintetiza las búsquedas de las vanguardias latinoamericanas. Su plurisignificación permite todo tipo de lecturas, desde las literarias hasta las históricas (se ha repetido, no sin cierto esquematismo, que cierra con broche de oro la literatura de la Revolución) hasta las míticas, antropológicas y formales estructuralistas. El filólogo Antonio Alatorre llegó a decir que una vez tuvo la idea que la novela se imprimiera como una colección de poemas, con tipografía como textos sueltos (La novela está dividida en 69 segmentos o apartados).

La vigencia de Pedro Páramo hoy es plena: la impunidad, el cacicazgo, el poder omnímodo de élites; la violencia —que se ha tornado ante el mundo, un funesto rasgo de identidad—, del arrasamiento de tradiciones, el abandono, y la miseria del mundo rural son tan cotidianas en el México actual como en la ficción creada por Rulfo. Y los fantasmas vívidos de Comala parecen ser la imagen de una población que pasmada (como zombis o almas en pena) resiste con estoicismo y mansedumbre las decisiones de un poder que tiene nombres institucionales, empresariales e individuales. Y la figura de Juan Rulfo sobrevive impasible, ante el uso y la administración obtusa que usufructúa su nombre; la difusión de su obra que realizan instituciones educativas, una fundación; aun, organizaciones políticas en busca de legitimización.

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Roberto García Bonilla*

Escritor e

investigador literario

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