CHARLES SIMIC: “Aún vivo en todos mis antiguos domicilios”

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Foto Peter Gregoire. 2008.

Charles Simic nació en Belgrado, cuando esa ciudad era la capital del Reino de Yugoslavia, el 9 de mayo de 1938. El 3 de septiembre de 1939, como se sabe, los alemanes invadieron Polonia y comenzó la Segunda Guerra Mundial, pero ésta no llegó al territorio yugoslavo sino hasta el 6 de abril de 1941, cuando fue invadido por el ejército nazi.

El padre de Simic fue arrestado varias veces por los nazis y en 1944 huyó a Italia. Al final de la guerra emigró a Estados Unidos. La familia no habría de reunirse sino diez años más tarde, luego de muchas penurias. Entre ellas, un año de gran pobreza en París, durante el cual “sentíamos —en palabras de Simic— que hasta los maniquíes de los aparadores de las tiendas nos veían con desconfianza”.

“Soy un producto de la historia”, ha dicho Simic en varias ocasiones. “Hitler y Stalin fueron mis agentes de viajes”.

En 1954, Simic, su madre y su hermano llegaron a Nueva York, donde George Simic trabajaba para una compañía de teléfonos. “Era increíble. Europa todavía era gris; había ruinas todavía. Nueva York era deslumbrante. El jazz me gustaba desde que yo era niño en Yugoslavia, y me gustaban las películas, así que esto era el paraíso”.

Simic se adaptó pronto a los Estados Unidos. En 1967 publicó su primer libro de poemas: What the grass says (Lo que dice la hierba). En el 2007 la Biblioteca del Congreso de Washington lo convirtió en el décimo quinto poeta laureado: un inmigrante de origen serbio que aprendió a hablar inglés a los 16 años.

El exilio ha tenido un peso decisivo en su poesía, como es evidente en esta selección que inicia con “Carnicería”, un poema emblemático en la obra de Simic, escrito en 1963, y concluye con una pieza de su libro más reciente, El lunático (The Lunatic, 2015). Entre ambos, una muestra de tintes autobiográficos, del volumen que la editorial Cal y arena publicará en breve, Si la suerte le ha fallado, reunión de dos títulos de Simic: El amo de los disfraces (Master of Disguises, 2010) y Mi silencioso entorno (My Noiseless Entourage, 2005).

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Carnicería

A veces, cuando camino tarde por la noche

me detengo ante una carnicería cerrada.

Hay en ella una luz solitaria

como la luz bajo la que el convicto cava su túnel.

Un mandil cuelga del gancho:

la sangre embarrada en él traza un mapa

de los grandes continentes de la sangre,

de los grandes ríos y océanos de la sangre.

Hay cuchillos que refulgen como altares

en un templo oscuro

a donde llevan al inválido y al imbécil

para que se alivien.

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A los sueños

Aún vivo en todos mis antiguos domicilios

uso lentes oscuros incluso bajo techo

comparto en secreto mi cama con fantasmas

y visito la cocina después de medianoche

para revisar la llave del fregadero.

Llego tarde a la escuela, y cuando llego

Nadie parece reconocerme.

Tomo asiento aparte, rechazado y segregado.

Ah esas pequeñas tiendas abiertas sólo de noche

donde hago mis modestas compras

esas salas de cine en ruinosos vecindarios

donde todavía exhiben viejas películas de mi vida.

¿El héroe lleno siempre de una estrambótica esperanza

pierde todo —qué importa lo que sea— al final?

Luego salgo a la helada, incrédula luz

y aguardo en la puerta mordiéndome los labios.

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Mi silencioso séquito

Nunca fuimos presentados formalmente.

Yo no tenía idea de su número.

Era como un séquito muy discreto

De ángeles y demonios cultivados en casa

A la mayoría de los cuales ya había conocido

Y desde entonces había casi olvidado.

En esta época de peligro se vuelven escasos.

¿A qué hora se desvanecieron?

Le pregunté a un criminal una noche

Mientras él me ponía un cuchillo en el cuello

Pero también él estaba asustado

Y me dejó ir sin decir una palabra

Fue desconcertante, de verdad aterrador

Que se nos recordara nuestra soledad

Como abrir un libro infantil

A falta de algo mejor que hacer y leer sobre las estrellas

Cómo pueden permitirse pasar siglos

Viajando hacia nosotros en un centelleo de luz

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Mil novecientos

treinta y ocho

Ése fue el año en que los nazis entraron a Viena,

Superman hizo su debut en Action Comics,

Stalin exterminaba a sus camaradas revolucionarios,

la primera Dairy Queen abrió en Kankakee, Illinois,

y yo estaba en mi cuna orinando mis pañales.

“Debes haber sido una hermosa bebé”, cantaba Bing Crosby.

Un piloto al que los diarios llamaron Confundido Corrigan

despegó de Nueva York con rumbo a California

pero aterrizó en Irlanda, mientras yo miraba cómo mi madre

sacaba un pecho de su bata azul y me lo acercaba.

Aquel septiembre hubo un huracán que arrastró un cine

por los aires hasta la playa de Westhampton.

La gente se angustiaba porque el mundo se iba a acabar.

Un pez que se creía extinto hacía setenta millones de años

apareció en la red de un pescador en la costa de Sudáfrica.

Mientras yacía en mi cuna los días se volvían más cortos

y más fríos

y la primera nevada fuerte cayó en plena noche

haciendo que todo se volviera muy silencioso en mi cuarto.

Hoy creo que me escuché llorar por un largo, largo rato.

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Viejo soldado

Para cuando cumplí cinco años,

ya había combatido en cientos de batallas,

había matado a miles

y sufrido muchas heridas

sólo para levantarme y volver a combatir.

Después del bombardeo, el cielo estaba lleno

de pájaros y de cenizas que volaban.

Mi madre me tomó de la mano

y me llevó al jardín

donde floreaban los cerezos.

Había un gato acicalándose

de cuya cola yo quería tirar.

Pero lo dejé en paz por el momento,

pues me afanaba en tirar mandobles a las moscas

con una espada hecha de cartón.

Todo lo que necesitaba era un caballo

como aquel enganchado a una carroza fúnebre

al lado de un montón de escombros

que esperaba con la cabeza baja

a que terminaran de cargar los ataúdes.

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Entre exiliados

Uno se encontraba con antiguos miembros del gabinete,

profesores universitarios, funcionarios y sacerdotes depuestos

alimentando palomas desde la banca de un parque,

hojeando periódicos extranjeros y diciendo

a todos los que preguntaban

que ni se preocupasen por saber la verdad.

Cada vez que entraban en sus sombrías cocinas

para recortar cupones de supermercado

evocaban sus muchos vívidos recuerdos

del asesinato como método para mejorar el mundo

y jugaban con sus piezas dentales flojas

a la espera de que la tetera hirviese.

Comían en restaurantes con meseros mucho más viejos que ellos,

músicos cuyos dedos sangraban

cuando tomaban sus instrumentos

y hacían que una viuda achispada prorrumpiera en sollozos

al escuchar la pieza que a su esposo el general tanto le gustaba,

aquel general que mandó a tantos miles al cadalso.

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Panteón

en una colina

Que aquellos que así lo deseen sigan soñando

con mansiones celestiales

de amplísimas habitaciones y balcones

bañados por la luz de una tarde dorada.

Yo prefiero este viento de enero, tan cruel

que no permite pensar en otra cosa

que reconocer su presencia

entre las tumbas cubiertas de maleza

y estos árboles salidos de una cinta de terror

que se doblan casi a punto de quebrarse

y luego se yerguen otra vez, intactos,

pues el viento se encuentra ocupado en otra parte

dándole codazos a las hojas para que salten

hasta la rama de la que cayeron.

·

Al destino

Para mí has sido siempre más real que Dios.

Proporcionas la utilería para una tragedia,

clavas los clavos e invitas a verla

a unos cuantos amigos íntimos.

Sólo por ser amigable, hiciste coja a una linda muchacha,

atropellaste a un niño con una motocicleta.

Puedo pensar en un millón de ejemplos similares.

Lo repito: me asombra la frecuencia con que nos topamos.

Quizá la respuesta esté en una de esas máquinas

que venden chicles y adivinan la suerte en el barrio chino,

en la vieja puerta que rechina al abrirse en una película

de horror,

en un mazo de cartas que dejé en la playa.

Siento cómo te acurrucas junto a mí en la noche,

con tu aliento cálido, tus manos frías,

y yo me asemejo a un viejo piano

que cuelga afuera de una ventana en el extremo de una cuerda.

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Nuestra salvación

Lo que aborrezco son los brevísimos días de invierno

y las tardes frías y sin nieve,

la oscura noche que se apresura a caer

apenas pasa el último autobús escolar.

Me disgusta la mujer que no enciende

más de una lámpara en la casa,

que mantiene baja la calefacción

y usa tres suéteres y un chal.

Lo que me desespera son las comidas

en silencio ante el televisor encendido,

el recital de los horrores del día

seguido de un lúgubre informe sobre el clima.

Me parte el corazón irme a la cama

cada noche en un cuarto helado

con alguien que todavía tiene fuerzas

para pedirle a Dios por nuestra salvación.

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21 de diciembre

Todas estas guerras que terminan

sólo para recomenzar

en alguna otra parte

como las tijeras de los peluqueros,

o como esos inviernos

con sus deprimentes días

cuyo origen se remonta hasta Caín.

Todo lo que he hecho

—parecería— es escarbar

entre las ruinas con un palo

hasta quedar cubierto

de hollín y cenizas

que no me podría quitar

aunque quisiera.

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Padre en los Cielos

No se me había ocurrido que hubiera tantos

cuyo único deleite en la vida

fuese hacer desdichados a los demás.

¡Cómo los veneran las multitudes!

¡Cuánto vitorean sus interminables guerras!

Me hace perder la fe.

Tras una noche de malos sueños

y arrebatos de furia en su contra

por haber muerto joven y dejarme aquí no me queda

sino desafiar el viento y la nieve de este enero

para golpear con los puños desnudos

la puerta encadenada del cementerio

rogando que hombre o dios me permita entrar.

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El diccionario

Quizás en alguna página suya haya una palabra

Para describir el mundo esta mañana,

Una palabra para la manera en que la luz matinal

se solaza ahuyentando las sombras

de los quicios y ventanas de tiendas y casas.

Otra para la manera en que languidece

Sobre un par de anteojos de alambre

Que alguien dejó tirados anoche en la banqueta

Y siguió caminando a ciegas

Hablando para sí o cantando a voz en cuello.

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