¿Si sabías que dijo Nietzche que hay que leer Fogwill, una memoria coral de Patricio Zunini?
Conocí primero al Fogwill escritor que al personaje. A través de Urbana (2003), una novela que hizo mierda mi concepción toda sobre la literatura. Ningún otro producto narrativo, gringo o mexicano, me había originado tal conmoción. Con el tiempo me forjaría una opinión sobre Fogwill al estilo Fogwill. Él siempre insistía en que Osvaldo Lamborghini era el mejor escritor argentino. Pero lo sostenía con el convencimiento de que el mejor no era Lamborghini sino él mismo. Yo pienso igual. De entre el grupo de los posborgeanos Fogwill es insuperable.
Una ocasión rompí con una chica por culpa de Fogwill. “Leí Los pichiciegos y no me pareció la gran cosa”. Le armé tal bronca que cinco años después continúa sin dirigirme la palabra. Sonará pedante, pero no me importa: la gente no sabe leer. Y Fogwill es un especialista en evidenciar al pseudo-lector. Al final de Los pichiciegos se produce un satori. Y todo aquel que no arribe a tal deslumbramiento es un subnormal. Pero una vez que se entiende el efecto que desea Fogwill provocar, se convierte uno en un insobornable salieri de su universo narrativo.
En México no se lee a Fogwill. O se lee superficialmente. Sucede algo parecido con Burroughs, todo mundo conoce Yonqui y El almuerzo desnudo, pero pocos se internan en otros títulos. Con Fogwill ocurre el mismo fenómeno, se cuenta con el referente de Los Pichiciegos y de Muchacha punk, pero casi nadie indaga en el resto del corpus que compone su producción.
Yo soy un imitador de Fogwill. Preciso: un imitador de los tics de Fogwill. Cuando murió no lo resentí como la pérdida de un padre. Yo no nací para ser hijo de nadie. Y ése no es padre de nadie excepto de sus hijos. Pero me heredó un método para trabajar. En una entrevista en La tempestad comentaba que compuso Runa bajo el siguiente modelo: “los Holtzwege leídos como poesía, El arte de la fuga oído como un ejercicio de contrapunto de imágenes, el libro de las leyes del Antiguo Testamento pensado como tratado de política funcionalista, el cine de Bresson mirado como novelística…”.
Pretendía leer Fogwill, una memoria coral (Mansalva, 2014) sin noticias de su recepción crítica. Pero se me presentó la reseña de Juan Terranova y me fue imposible eludirla. Pese a lo negativo de la reseña de Terranova me interné en el libro sin prejuicios. Terranova señala, entre otras cosas, que la memoria coral carece del elemento Fogwill por excelencia: lo disruptivo. Difiero totalmente. Por una simple razón: el tono general de los testimonios que conforman el libro parecen obedecer al mismo tono del retrato que hace Fogwill de sí mismo en el prólogo a Cantos de marineros en la pampa.
Pareciera que desde el más allá Fogwill sigue dictando la forma en que se va a hablar de Fogwill. ¿Existirá algo más poderosamente disruptivo que eso? En cuanto a las otras fallas que Terranova atribuye al libro basta decir que es demasiado pronto para que surja una biografía exhaustiva de Fogwill. Falta perspectiva histórica.
Clint Eastwood atribuye a Charlie Parker la siguiente frase: “Nunca le temas al sentimiento auténtico”. Al leer Fogwill, una memoria coral, me ha inundado la sensación de enfrentarme a un conjunto de sentimientos auténticos convocados por el fantasma Fogwill. Qué importa si despiertan polémica o no, verdades o no, exageraciones, oximorones. El lector siempre agradecerá la honestidad.
Ignoro por qué en México circuló la versión de que tres días antes de morir se vio a Fogwill consiguiendo cocaína. Yo me tragué ese rumor, aunque sabía que estaba hospitalizado. En el libro Ángel del infierno, Sonny Barger relata que camino al quirófano para su operación de cáncer de garganta se fumó un cigarro. Ya qué más daba. Lo mismo me ocurrió con Fogwill. Ya qué importaba un pase menos o más. Para mí que alguien haya inventado que lo vieron comprando coca no hace otra cosa que acrecentar su leyenda. Y eso no va a aparecer nunca en una biografía. Oficial o definitiva o no autorizada. Ese Fogwill no hay donde meterlo.
Dostoievski aseguraba que un hombre para convertirse en hombre debía pasar una temporada en prisión. Fogwill cayó en la cárcel. Pero no para madurar. Para escribir. Este acto, dejarse o hacerse encerrar para teclear es lo que en Fogwill separa al hombre del mito. No fue Fowgill a quien recluyeron en un penal. Fue a la marca Fogwill. Y ésa no se puede arrestar. Por eso la indiferencia y la ecuanimidad con que Fogwill se entregó al presidio. Fogwill sabía que una vez que la maquinaria se echa a andar, nada la detendrá. Y la mala publicidad sólo sirve para engrasarla mejor.
Fogwill tardó más de dos décadas en ser descubierto por el mercado editorial español. Cuando por fin logró cruzar el charco su condición de marginal no se modificó. Murió en la ruina, como corresponde a un derrochador.