Oremos

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A partir del 2016, el primer viernes de marzo de cada año será por decreto presidencial el día nacional de la oratoria. Sin duda es una gran idea ante el vacío de días festivos que tenemos en el calendario, pues quedan todavía algunas cuantas fechas por cubrir, por ejemplo, con los días del astronauta, el cilindrero o la avestruz. No hubo necesidad de mucho debate entre los legisladores para aprobar una iniciativa que seguramente no provocará rechazo entre la población, a menos que algunos grupos vean en ella un peligro para sus agremiados y decidan paralizar Paseo de la Reforma y acampar en el Zócalo para impedir que entre en vigor.

La oratoria —según refiere la iniciativa de ley citada por algunos medios— “es la habilidad de hablar con elocuencia, convencer y conmover por medio de la palabra y se puede ejercer de manera social, pedagógica, política, religiosa, militar, artística y empresarial”. Y el orador, según el mismo texto, debe reunir ciertas características físicas e intelectuales, “además de las éticas como la honradez, puntualidad, sinceridad, congruencia y lealtad”. Según esto último, se justifica preparar a las generaciones venideras para que cumplan con la ecuación lógica: digo lo que creo y pienso, que a veces coincide con lo que quiero que crea y deba pensar mi tupido auditorio.

Es de suponerse que el sistema educativo será el principal proveedor de oradores que, a través de concursos en algunos grados escolares, puedan encontrar a quienes nos “convenzan y conmuevan” mediante la palabra a nivel nacional. De allí saldrán sin duda las nuevas camadas de legisladores, líderes sindicales, demagogos, conferencistas y empresarios que presuman esas virtudes morales tan escasas en los discursos que escuchamos a diario. Y también telepredicadores, que deberán aunar a sus capacidades discursivas la virtud de hacer milagros.

Una de las acciones celebratorias de tan importante día será la premiación, con bonos en monetario, a los diputados y senadores que hayan ocupado un mayor tiempo la tribuna durante el año, aunque solo hayan convencido a los que ya estaban convencidos previamente.

Otra consecuencia, si la propuesta tiene éxito, será que pronto los parques de muchas ciudades mexicanas tengan sus propias speakers’ corners que alberguen a quien no solo sepa exhibir su labia convincente, sino que además tenga algo que decir. Por lo tanto tendremos una sobrepoblación de gente que ejerza su derecho a la libertad de expresión.

En la oratoria hay dos frentes: el que trata de conmover y convencer, y el que se deja o no hacerlo. No hay diálogo. Por ello quizás el decreto se quedó trunco: faltaría incluir el debate, que requiere de quien participa en él características muy similares al del orador, pero que confronta sus ideas.

La oratoria fue algo serio en la Grecia antigua, con Sócrates y Demóstenes a la cabeza, y en Roma, con Cicerón, un gran orador que escribió tres libros sobre el tema (Acerca del orador, unam, traducción de Amparo Gaos), y que fue también un importante político. A pesar de haberla perfeccionado, la oratoria entró en crisis en el Imperio Romano en tiempos de Cicerón. Su decadencia se debió a la falta de libertad política que los emperadores acapararon. Libertad política.

La oratoria trae consigo los aplausómetros y los chiflómetros, que son los instrumentos que miden la eficacia del orador. En nuestro país no sería necesario instituir el día nacional del aplauso y el chiflido, ya que se nos dan de manera muy natural. En los últimos informes presidenciales —los que se leían ante los legisladores y no se entregaban por escrito—, podían manifestarse al mismo tiempo ambas respuestas: la aprobación desmedida con las palmas y la música de viento, lo que revela que las palabras que convencen y conmueven a unos, a otros les provocan rechazo. ¿Algo falló en la preparación del orador? No, lo que sucede es que, en tales circunstancias, lo que menos importa es la palabra.

Y ya que a partir de ahora nuestros jóvenes tendrán en sus planes de estudio la oratoria, a los demás sólo nos queda orar.

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