“Cuando leo, leo solo poniéndome en el lugar de todos y de un autor vacío”, anotó Jorge Aguilar Mora el primero de agosto de 1973 en un comentario en el que no le dejó muchos huesos buenos a la novela de Manuel Puig, The Buenos Aires Affair. Era la hora del suplemento de la revista Siempre!, me refiero a La Cultura en México, y entonces Aguilar Mora aguzaba una manera de leer vidas, libros y acontecimientos bajo las enseñanzas de Roland Barthes, inusitado profesor de literatura a quien se empezaba a conocer fuera de su lengua y quien colaboró en las alfabetizaciones de una pródiga temporada parisina.
Del acto de escribir, en cambio, Aguilar Mora guardaba discreto silencio, con prudencia y deliberación. Un cadáver lleno de mundo (1971), la novela que despachó en sus tempranos veintes, fue bien recibida y Paloma Villegas vio en su factura a un autor “extraordinariamente precoz en el dominio de su instrumento, el escritor más maduro entre los nuevos narradores”. Apenas una inmensa minoría tenía alguna noticia de su reservado quehacer poético. Por otra parte, los ensayos de Aguilar Mora desplegaron ante sus primeros lectores en La Cultura en México un temperamento menos atento a la historia que a la memoria, al estilo que a la escritura, como el propio Roland Barthes, y una visión propia sobre la presencia y el poder de los mitos.
El de 1973 fue otro año de alto riesgo en nuestra vida pública, marcado por una serie de asesinatos el primero de mayo en la ciudad de Puebla, problemas en la Universidad Autónoma de Chihuahua y la agresión a uno de sus profesores, o incluso el golpe de Estado en Chile, asuntos sobre los que Aguilar Mora expresó alguna opinión; pero el de 1973, decía, poco después del divertimiento que a mediados de junio redactó con Héctor Manjarrez sobre algunos personajes del siglo xx (“Lo clásico si típico dos veces paradigmático”), fue el año en el que Aguilar Mora dedicó un amplio ensayo sobre el poder de los mitos públicos, el cual abre con una viñeta de Juliette Grecco, Sartre y los suyos unos años después de la Segunda Guerra Mundial, que en nada resulta ajena al estilo, o más bien a la escritura, de Sueños de la razón. Umbrales del siglo xix: 1799 y 1800 (Era, 2015).
Jorge Aguilar Mora fue una época en La Cultura en México, y entre el 28 de octubre de 1973 y el 7 de noviembre de 1977 que participó en su consejo de redacción, reseñó la exposición del caricaturista Rogelio Naranjo en la Galería Arvil a finales de 1973, se empeñó en dar a conocer a Roland Barthes en las páginas del suplemento y dio la voz de alerta sobre las traducciones realizadas en Argentina, tradujo cuentos de Donald Barthelme e Isaac Bashevis Singer, publicó sus diálogos con Michel Tournier, Georges Perec y Raymond Queneau, y entre varios ensayos luminosos uno lo dedicó al cineasta Alain Tanner y otro, el último en la revista Siempre!, a la otra Generación Perdida. Al parecer trabajaba como un loco para que pasara como inadvertido el tiempo que invertía en el manuscrito de su tesis doctoral, La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, defendida en 1976 y publicada en 1978, o bien en su primer libro de poemas, No hay otro cuerpo (1977). Aunque más que una época o un estilo, de nuevo, Aguilar Mora fue una escritura —emitida desde una voluntad radical atenta a la cifra y el juicio, a lo propio y lo sublime, a la recreación y crítica. Se me ocurre una analogía desesperada: su empeño es el del primer lector ante el espejo de la última página y lee en el lugar de todos. Un autor vacío, en efecto, como Edward Dahlberg ante el misterio Melville, como Guy Davenport ante la tarea de leer y descifrar los primeros treinta cantos de Pound, como Samuel Beckett ante la ecuación Proust. “No me importa escribir lo que otros leen”, apuntó en un poema de este tiempo. Con dificultad se encontrará una declaración más contundente, pero ¿cómo anticipar que en ella estaba contenida la incontestable realidad de algún tipo de distanciamiento? Nada más claro: para no escribir lo que otros leen se empieza por leer lo que escribieron todos los otros. No por nada él afirmaba entonces que hemos leído mal desde el principio. Quiso persistir en la crítica al tiempo que la gracia de la memoria le invadía el cuerpo.
Años después la habría de expresar de esta manera:
Habló de ser feliz
con la sorpresa de encontrar
la palabra desmedida…
(Esta tierra sin razón
y poderosa, 1986)
En algún lugar Leonardo Sciascia señaló que si los sueños de la razón producen monstruos, la razón está obligada a cuidar sus sueños. La frase importa menos por la vuelta de tuerca al lema que la modernidad hereda de Goya que por esto otro: el minucioso cuidado que tuvo con sus ideas el ilustrado elenco que convocó Jorge Aguilar Mora en este primer volumen de una serie dedicada a narrar el siglo xix, desde sus más diversas y más trascendentales reflexiones.
Una magra raíz insomne alimenta las páginas de Sueños de la razón con la ironía insalvable que acompaña el anhelo de construir cualquier forma de historia total, ya sea de las ideas, las mentalidades, o las civilizaciones. Esa misma raíz lo vincula a la ambición de las visiones panorámicas de mediados del siglo pasado. Y la ironía contenida en semejante empresa es también la que ayuda a dar consistencia a los numerosos relatos que se entretejen en torno a un puñado de nombres, entre los que con facilidad destacan Goethe y Schiller, los hermanos Friederich y August Schlegel, Herschel y Kant, Alexander y Wilhelm Humboldt, Fichte y Jean Paul. Ninguno de ellos, en el relato de Sueños de la razón, es consciente o conoce lo que el tiempo le depara, mucho menos intuye lo que el tiempo le depara al espacio que los contiene o a la propia historia. Todos ellos, en la escritura de Aguilar Mora, viven atrapados en un presente casi perpetuo, y de hecho asistimos al transcurrir de algunos instantes en un presente que no es sino un rico conjunto de reflexiones y experiencias y ambiciones fragmentarias, que encima de lo anterior tienden a despedazarse al entrar en contacto con la atmósfera mineral de la hora. En el laberinto del presente, Humboldt no atina a emprender su gran viaje, y entre tanto va de un lado a otro y acopia sin gran conciencia una serie de experiencias, saberes, imágenes; pero cuando al fin logra zarpar hacia América es tanto lo que ignora sobre lo que el episodio le depara que vive en el presente de sus cartas. Ludwieg Tieck acaba de publicar Vida y muerte de Santa Genoveva y Novalis sus “Granos de polen” y “Fragmentos”, ajenos por completo al juicio de la posteridad. El Sistema de idealismo trascendental de Friedrich Scheling afirma que sí hay manera de experimentar el Absoluto. Goethe retoma sus apuntes sobre el color. Jean Paul Richter ya urdió el sueño de Siebenkas, en el que Cristo aparecido les informa a los muertos del cementerio de una iglesia en ruinas que no hay Dios: “Todos somos huérfanos, ustedes y yo. No tenemos padre”, tras de lo cual el templo se hunde y el mundo se derrumba, aunque desde luego ignora que unos años más tarde Madame Staël glosará parte de ese mismo sueño en su libro De Alemania, gracias a lo cual se convertirá en uno de los pasajes más reproducidos del siglo xix.
Tal vez sea de Roland Barthes el impulso narrativo del amplio ensayo que es Sueños de la razón. Lo es en cierto modo de otras páginas suyas, como Una muerte sencilla, justa, eterna (1990), o como “La fuga de la identidad. Tres estaciones de Octavio Paz”, recogido en La sombra del tiempo (2010).
El relato es el que permite recrear el momento en que surge un pensamiento, el momento en que se le reconoce, el momento en que se le adopta o rechaza. Nada, sin embargo, sucede; nadie nota nada. El mundo permanece en su inmovilidad, cegado por el efímero resplandor del presente para percibir las formas que, hasta fijarse, se ensalzarán o censurarán más adelante; aunque en este caso pareciera que Occidente se atreve a empezar a considerar su orfandad, tal y como la planteó Jean Paul en su sueño. Este mismo sueño lo visitó Jorge Aguilar Mora al bocetar una aproximación a la muerte de Dios en el siglo xix en Huérfano, el sol (2009), y antes en el largo poema Stabat Mater (1996): “¿Qué murió con él que con él murió el principio del mundo?”. Sin embargo, Huérfano, el sol no le satisfizo o sólo quiso ir a más. Después de rondar en varios estudios el mismo tema y la misma muerte, el sueño de Jean Paul, esto es, como síntesis de la conclusión filosófica de Kant sobre la inaccesibilidad de Dios, por una parte, y como la discreta rosa de los vientos en todas las cartas de navegación del siglo que estaba por comenzar, es una de las presencias reales más poderosas en Sueños de la razón. Sus páginas construyen una revelación y una exégesis de uno de los más discretos sueños ilustrados, encerrado en el corpus de la obra de Jean Paul, y el cual en algún momento ha de alcanzar a la representación pictórica de Ignacio Ramírez y su “Dios no existe”.
Traspuesto este umbral, como escribe el propio Aguilar Mora, “Bienvenido siglo xix: puedes empezar”.