Los límites de la academia

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La muerte de Umberto Eco ha dejado a los lectores de la prensa mundial en un curioso predicamento: ¿quién demonios murió?

¿Un novelista de eruditos bestsellers? “Ha muerto el autor de El nombre de la rosa y otras obras populares a pesar de sus tramas esotéricas” ¿Un intelectual dado al periodismo? “Desapareció ayer una voz crítica indispensable de Italia y Europa”. ¿Un filósofo medievalista? “Muere el filósofo italiano especialista en Tomás de Aquino” ¿Un especialista en semiótica?

“Murió anoche el gran semiólogo de la Universidad de Bologna, autor del célebre y abstruso Tratado de Semiótica General” ¿Un humanista mediático?

“¡Apocalipsis cultural!, nos quedamos sin el gran crítico de los medios”. La lista podría extenderse y confundirnos ulteriormente con otras facetas que valdría la pena recordar: por ejemplo, el gran conversador y humorista, el coleccionista de incunables, el comensal de rabelesiano apetito, el lector de Borges, Joyce y Manzoni, el políglota europeizante...

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Por más variada que sea la obra y los registros en los que discurrió Eco, hay un centro, una ciudadela desde la cual ejercía esa fascinación simultánea de erudición y humor. Desde esa perspectiva, el personaje que murió el fin de semana pasado era un filósofo italiano que, a partir de una obra semiótica rigurosa, erudita y ampliamente reconocida, fue capaz de incursionar con humor e ingenio descomunales más allá de los muros de la universidad.

De Tomás de Aquino a “préstame a tu hermana”. Eco acababa de publicar su primer libro, El problema estético en Tomás de Aquino, cuando protagonizó una de sus primeras anécdotas famosas. Escribiendo ese texto había dejado de ser católico y, a la vez, aumentado su admiración por Tomás de Aquino.

Fue en ese contexto que uno de esos difusos intelectuales de izquierda que abundaban a inicios de los 60 quiso descalificarlo sin hacer referencia alguna a su obra y argumentos, sino a su persona. La célebre respuesta de Eco fue que si se trataba de proferir consignas e improperios acusándolo de ser pequeño burgués, entonces daba lo mismo si él contestaba preguntando por la hermana del acusador.

La anécdota pone de manifiesto desde el inicio de su carrera ese hilo conductor que atraviesa toda su obra, la preocupación por el momento central de la comunicación, la interpretación, y la consecuente capacidad para discernir y adaptarse a diferentes registros. “Entiendo”, parecía decirle Eco a su contrincante, “no estamos en una discusión académica, sino en una trifulca de cantina”.

¿Apocalíptico o integrado? La segunda anécdota que ilustra esta centralidad de su sapiencia semiológica sucede en el México de mediados de los 80 cuando Eco ya tenía una reputación académica consolidada como semiólogo, tras la publicación de su obra semiótica más importante, Tratado de semiótica general, y apenas estaba acostumbrándose a ser una celebridad en virtud del éxito de su primera novela, El nombre de la rosa.

En esta ocasión, un joven e inexperto periodista cultural televisivo se le acercó con la siguiente pregunta: “Profesor Eco, después de una noche sin dormir leyendo El nombre de la rosa, quisiera preguntarle, ¿es usted apocalíptico o integrado? “Jovencito”, le contestó el profesor de la manera más severa, “vaya a su casa, lea, prepárese, y cuando esté listo regrese y hágame una pregunta pertinente”. Por ese entonces, Eco ya comenzaba a odiar esa primera novela que después calificaría como lo peor que había escrito. Algo de razón tenía, desviaba entonces, como sigue haciendo hoy, la atención a sus otros registros, en este caso específico, la lectura de su ensayo cultural más influyente, Apocalípticos e integrados.

¿Por qué fue tan rudo el profesor con el joven periodista? Porque no había entendido la premisa central del libro, a saber, que la clave ante los diferentes niveles de cultura no es la aceptación (integrados) o el rechazo (apocalípticos), sino, precisamente, el discernimiento entre diferentes registros discursivos. Por eso resultaba tan paradójica la figura de un académico serio que leía comics de Dick Tracy por la mañana y obras de Kant por la tarde. Por supuesto, las cosas no se aclaraban cuando decía que él era un novelista de fines de semana.

Tratado de semiótica general o I Can’t be Kant. Acerca de su magnum opus semiótico, Eco decía que le había puesto ese título porque no se sentía a la altura de Kant como para llamarlo “Crítica de la semiosis pura y práctica”. Si acaso, sugería estar a la altura del Curso de lingüística general de esa figura menos gigantesca, Fernand de Saussure. Pero cuidado, entre broma y broma, decía por lo menos dos cosas. Primero, sus ambiciones eran de filósofo, no de simple especialista. Segundo, aspiraba a sentar las bases rigurosas para cualquier futuro desarrollo de la joven ciencia. De hecho, agregaba que a partir de la publicación del tratado no aceptaría discusión alguna sobre asuntos semióticos que no partiera de su texto. E inmediatamente, como volviendo a su ironía, se disculpaba por haber escrito un libro tan seco y abstruso, que la culpa la tenía el inglés en que había escrito el texto original, lengua que lo había obligado, en virtud de su relativo desconocimiento de la misma, a limitarse a decir lo que quería decir.

Lector in Fabula. Después del portento que significó la producción del Tratado (1975), dedicó el resto de su carrera a explotarlo. Ya desde un manual para hacer tesis había dicho que una investigación es como un cerdo, todo sirve. Así, es desde el atalaya teórico que significa esa obra teórica que se dio licencia para todos esos registros: el ensayo periodístico, véanse las múltiples colecciones de artículos extraídas sobre todo de su Bustina di Minerva en el cotidiano L’espresso; la novela erudita contra el pensamiento difuso en El Péndulo de Foucault, Baudolino o Año Cero; el ensayo cultural, véase La búsqueda de la lengua perfecta; la clasificación de universos semánticos como en Historia de la fealdad, Elogio de la lista; los desarrollos e implicaciones semióticas en textos sobre la interpretación como Lector in Fabula; en fin, ensayos filosóficos como Kant y el ornitorrinco.

Una penúltima anécdota en el contexto del Lector in Fabula (1979), la obra con la cual Eco sacó las implicaciones prácticas del Tratado y las aplicó a la interpretación de textos narrativos. Bien puede decirse que se trata del texto semiótico que le abrió las puertas a sus posteriores experimentos “de fin de semana” con la novela. ¿La clave? El concepto de cooperación textual que ilustra a la perfección la siguiente “anécdota textual”: “Pedro hace el amor con su esposa tres veces por semana. Juan también.”

Todo aquel que sonría ante este corto texto sabrá a qué se refiere Eco por la cooperación textual. Podrá adivinar también cómo, debidamente desarrollada, la teoría de la cooperación interpretativa ha sido una herramienta poderosa, tanto para producir novelas como para generar la crítica mediática que Eco realizó tan exitosamente en las últimas 3 décadas de su vida. Una lectura atenta de los capítulos 3 y 4 de Lector in Fabula, incidentalmente los más claros del libro, debería permitir a cualquier lector de inteligencia promedio captar los secretos para acercarse al arte de la interpretación, ese arte de complicidad que Eco profesó toda su vida y que lo condujo a la formulación de una teoría de la inferencia textual como preludio para lo que llamaba, en la obra de arte, el “orgasmo abductivo”, la proliferación infinita de interpretaciones.

Aprender a morir. En una de las últimas antologías de artículos periodísticos, un Diario Mínimo de los 90, Eco adelantó el secreto que lo llevaría a morir serenamente. Inventa una situación donde un discípulo de sospechoso nombre, Critón lo llama, le pregunta por el secreto para morir filosóficamente. Sin pensarlo dos veces, el profesor le revela la clave del humor con el que acompañó su obra: “para morir bien hay que saber que el mundo entero está lleno de pendejos”. Consternado, el discípulo pide explicaciones. Con socrática habilidad, Eco no suelta la presa hasta que, debidamente iluminado, el alumno le dice: “Empiezo a sospechar, maestro, que usted también es un pendejo” “Vas por buen camino” , concluye el profesor.

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