En torno al año 400 a. C. el célebre pintor Parrasio de Éfeso, de quien se dice que inventó la pornografía por haber pintado desnuda a la prostituta Teodotea, compró un esclavo anciano con el fin de pintar un Prometeo que los ciudadanos de Atenas le habían encargado para el templo de Atenea. Se trataba de un Prometeo agonizante, de modo que mientras Parrasio preparaba sus colores y aglutinantes, un verdugo preparaba látigos y clavos para torturar al anciano. El esclavo sufría, pero a Parrasio su expresión no le parecía suficientemente dramática; quienes observaban la escena se apiadaban del anciano, sin embargo se trataba de un esclavo por el cual el pintor había pagado un precio justo. Así que pidió que lo torturaran más, las súplicas, las lágrimas no detenían al pintor; al final, en el instante de la agonía, el anciano gritó: ¡Me muero! El pintor contestó: ¡Quédate así!
La condición esencial de la tortura es su antítesis: el sacrificio de quien la sufre. Sólo la relación que existe entre los amantes es tan estrecha y solidaria como la que existe entre el supliciador y el supliciado. El verdugo representa el extremo inquietante del compromiso. El artista da testimonio de ese polo.
Estas palabras que parecen dedicadas justo a ese momento entre Parrasio y su esclavo anciano, en realidad fueron escritas por Salvador Elizondo ante la obra de Alberto Gironella.
No sé si Elizondo conocía la historia de Parrasio, pero todos sabemos que conocía la tortura del Leng Tch’e sobre la que gira su obra más importante,
Farabeuf. Para Elizondo, la pintura, la intervención quirúrgica, el coito y la tortura, estaban extrañamente relacionados. Tenían un mismo origen y buscaban los mismos efectos. ¿Cuáles?
Los que aman
la pintura
son sospechosos
En su Autobiografía precoz de 1966, Elizondo escribe que luego de terminar la preparatoria,
cometí el error de aspirar a ser pintor. Ese error duró varios años, y mi carencia absoluta de talento me demostró, a la larga, que había yo estado perdiendo el tiempo. [...] Mi pintura pecaba, en general, de un filosofismo tremendista, realizado con una pobreza extrema de imaginación y de habilidad técnica.
Un día, en una entrevista que le hice al pintor Arnaldo Coen, me contó un diálogo con Salvador Elizondo que reproduzco de memoria:
—¿Y tú qué haces? —preguntó la voz nasal de Salvador Elizondo, que Coen imita a la perfección.
—Yo soy pintor —contestó Coen con la suficiencia de un joven que acababa de salir de la adolescencia.
—Ah, entonces conoces a Uccello.
—Claro, gran pintor del quattrocento.
—¿Has visto la Batalla de San Romano?
—Sí —contestó Coen, aunque sólo la conocía por reproducciones.
—Pues al verla, colgué los pinceles.
Elizondo pudo haber colgado los pinceles, pero jamás dejó de interesarse por las artes gráficas, sus textos sobre Alberto Gironella, Francisco Corzas, Sofia Bassi y Vicente Rojo dan cuenta de ello.
Sin embargo, Elizondo se interesaba en ellos de maneras muy particulares. Para empezar, detestaba mirarlos desde la perspectiva de la historia del arte, reseñar “las mejores obras en aras de una continuidad inventada para explicar algo que si no fuera explicable, no tendría mayor interés” (“Federico Cantú”). Sus reflexiones estaban condicionadas por “experiencias de apreciación artística reales” (ibíd.). ¿Cuáles podían ser estas experiencias?
Ninguna otra que las de su propia vida intelectual: haber visto otras obras, haber leído y viajado, haber intentado pintar y haber escrito.
Si no le interesaba la historia del arte era porque “la obra de arte no evoluciona sino que degenera hacia la alucinación” (“Gironella”). Dicha alucinación era el último estado de un largo proceso de comprensión —como es el último estado que alcanza la víctima del Leng T’che—: lo que más le interesaba a Elizondo en todos los lugares vistos y oídos, leídos o imaginados, eran los modos, los rasgos, los signos palpables de inteligencia. Frente a la pintura no procedía de otro modo, lo que buscaba en un pintor era su inteligencia.
En eso, como en tantas otras cosas, seguía los preceptos de Paul Valéry: “No conozco arte alguno que implique mayor inteligencia que el dibujo”, escribió en Degas Danza Dibujo, “¿Quién no calibra el intelecto y la voluntad de Leonardo o de Rembrandt tras examinar sus dibujos? ¿Quién no se percata de que hay que situar a uno entre los mejores filósofos y al otro entre los moralistas y los místicos más interiores?”
Como Valéry, Elizondo buscaba más que un diálogo con la obra, una exégesis, de este modo, intentaba llevar sus reflexiones hasta el extremo, es decir, hasta el delirio con tal de alcanzar
el conocimiento “que se obtiene de la contemplación de un suplicio, de la ingestión de una droga, de la realización erótica” (“Gironella”).
Caravaggio afirmaba que “un cuadro es una cabeza de Medusa. Podemos vencer el terror mediante la imagen del terror. Cualquier pintor es Perseo”, pero también Perseo es el crítico que se enfrenta a esa imagen del terror que ha dejado un pintor.
Para Elizondo la pintura era una cuestión de ideas:
Quién duda que Las Meninas es 87216 centímetros cuadrados de instante, pero quién duda, también, que esos 87216 centímetros cuadrados de instante son todos misteriosos. La crítica es la aceptación del reto que nos supone ese misterio. Y no se trata, ciertamente, de un desciframiento, sino del análisis de un poema. (“Gironella”, el subrayado es mío).
Ahí está su método; como si se tratara de un investigador frente a un crimen, Elizondo acepta el reto no de descifrar, la pieza no es un jeroglífico, sino que exige herramientas de epistemología, el bisturí de la inteligencia.
“Los que aman la pintura son sospechosos”, escribe Pascal Quignard. Sin duda, pero sospechosos ¿de qué?.
Una brevísima digresión antes de continuar: en su Cuaderno de escritura, cuya primera edición de 1969 se debe a la Universidad de Guanajuato, los textos sobre artes plásticas (“Gironella”, “Francisco Corzas”, “Sofía Bassi y los continentes del sueño”, “Vicente Rojo”) reunidos bajo el título general de La cosa mental —que desde luego es un eco del famoso dictum de Leonardo: “La pintura es una cosa mental”— están dedicados a Juan Rulfo. ¿Por qué?, ¿habrán visitado juntos el estudio de algún pintor? Es una dedicatoria que hace volar la imaginación.
Una metafísica
“En todo problema filosófico serio, la incertidumbre se extiende hasta las raíces mismas del problema. Se debe estar siempre preparado para aprender algo totalmente nuevo”. No es en vano hacer notar que este fragmento se encuentra en las Observaciones sobre los colores (Capítulo I, fragmento 15), de Ludwig Wittgenstein; este era el mismo problema al que Elizondo se enfrentaba al ver, por ejemplo, la obra de Vicente Rojo:
La pintura de Vicente Rojo se inscribe ya, ajustándose a ella con una congruencia perfecta, dentro de la extensión precisa de lo que abarca el mirar la pintura como una operación o un juego puros.
Este juego se ha jugado desde que Baudelaire comenzó a escribir sobre la pintura de sus contemporáneos. Así, para Roberto Calasso, “La crítica de arte que practicaba Baudelaire era metafísica camuflada” (La Folie Baudelaire). Y Elizondo sabía ver en la pintura un contenido “metafísico” en medio de esa “gran
desesperación de la especie que es su evolución” (“Francisco Corzas”).
¿Dónde está el puente que lleva de la pintura a la metafísica? Para Valéry “hay una relación recíproca de las más importantes entre nuestro pensamiento y esa maravillosa asociación de propiedades siempre presentes que la mano nos anexa”, así a cada uno de los actos de la mano le corresponden funciones precisas de la inteligencia, frente a “poner; coger; apresar; colocar; asir; posar” tenemos “síntesis, tesis, hipótesis, suposición, comprensión” (“Discurso a los cirujanos”).
Del mismo modo en que la cirugía es el arte de las operaciones, la mente es el lugar de las operaciones intelectuales, y en la pintura se cruzan ambos: “se trata tal vez de una manualidad que transcribe los signos abstractos e invisibles que la mente formula como ideas puras” (“Vicente Rojo”).
La pintura, la intervención quirúrgica, el coito y la tortura, son operaciones de la mano tanto como lo son de la mente, los que aman la pintura son sospechosos de querer ver esas operaciones, acaso de
practicarlas —¿sólo con la mente?—,
de querer ver lo que no se debe, de espiar entre las cortinas o por el ojo de una cerradura el crimen, el sexo, la tortura
quirúrgica. Elizondo frente a la pintura no se conformaba con identificarla o
colocarla dentro de la historia del arte, “eso lo puede hacer cualquiera” (“Francisco Corzas”), Elizondo veía en la pintura un escenario donde se interpretaba la ceremonia que más le obsesionaba y que incluía todos estos ejercicios que llevaban al delirio, a la alucinación, es decir, a romper la realidad para ver algo más. Para él, “toda obra de arte es el origen de un delirio. Si no lo es, ha fracasado” (“Gironella”).
Queda una íntima pregunta: ¿veía Elizondo en la pintura lo que quería ver, es decir, sus propias obsesiones, o de verdad Gironella y Rojo, Corzas y Bassi parecían remontarse a la escena primigenia de la pintura, la de Parrasio y su esclavo olinto? La respuesta está a la vista: hay que ver ese destazamiento de formas, de intenciones ópticas y psicológicas que Gironella lleva a cabo con las obras de Velázquez y del Greco; hay que ver con atención los cuerpos quebrados, borrados o reducidos a un confinamiento que pintaba Corzas (y que en alguno de sus cuadros lleva el título premonitorio de La empaquetada); hay que intuir las operaciones de lenguaje e ideas en los signos luminosos de Vicente Rojo para saber que Elizondo tenía buen ojo, el ojo del pintor.