Si, como asegura el escritor hebreo David Grossman, cuando una sociedad, un país, experimenta durante un largo periodo de tiempo una situación de violencia extrema, quienes lo habitan sienten que su universo se reduce un poco más cada día, entonces es preciso reconocer que, tras los últimos lustros a los mexicanos nos queda muy poco México. Y, aunque en su colección de ensayos Escribir en la oscuridad Grossman alude sobre todo a la desgracia sostenida que desde hace tiempo sufre el Estado israelí a causa de varios conflictos bélicos, las condiciones que describe y en las que reflexiona son tan universales que resulta fácil aplicarlas a nosotros.
Es cierto, México no es Israel, y tampoco se halla en estado de guerra con las naciones vecinas; pero sus batallas internas han sido tan brutales y han causado tantas bajas entre la población que quizá no sea exagerado afirmar que durante los últimos años la nación, además de desangrarse, ha estrechado cada vez más el horizonte de
sus habitantes disminuyendo sus libertades, y hasta ha empobrecido de un modo notable su lenguaje, lo que debe preocuparnos en especial a los escritores.
En el ensayo que abre el volumen mencionado, “Escribir en una zona de catástrofe”, el novelista declara:
También puedo hablarles del espacio vacío que muy lentamente se abre entre el hombre, el individuo, y la situación externa, violenta y caótica en la que vive y que condiciona su existencia en casi todos sus aspectos.
Este espacio nunca permanece vacío, sino que se llena rápidamente de apatía y de cinismo y, por encima de todo, de desesperanza.
Nadie podría negar que los aspectos que señala
—apatía, cinismo y desesperanza— constituyen una tercia de vicios reconocible entre nosotros. Vicios que reflejan un estado de ánimo general nada nuevo, pues viene de mucho antes de la llamada “guerra contra el narco”, aunque se haya recrudecido desde que el ejército nacional dejó los cuarteles para salir a las calles.
La apatía, cuya manifestación más popular y repetida es el abstencionismo en las elecciones, está presente entre nosotros, salvo contadas excepciones, desde los inicios del último tercio del siglo anterior, cuando los mexicanos nos dimos cuenta de que, no importa quién nos gobierne, el país tan sólo empeora con el paso del tiempo. Sin embargo, tal vez sea mucho más nociva la apatía cotidiana que inmoviliza las reacciones de los ciudadanos, llevándolos a creer que, mientras las tragedias no los toquen en forma directa, no es necesario alzar la voz ni hacer ni decir nada, que lo malo tiene que pasar —por puro agotamiento tal vez—,
y que cuando menos lo pensemos todo volverá a ser como antes (sí, ¿pero cuándo antes?). Una apatía que no es más que un signo del miedo, y que la mayoría de la gente adopta, en semejanza a las avestruces que esconden la cabeza, suponiendo que mientras no se vea, no se escuche y no se sepa nada de lo terrible que ocurre un poco más allá, es posible vivir con cierta tranquilidad.
La mayor parte de quienes no ocultan la cabeza y no sienten miedo —o al menos creen no sentirlo— optan por el cinismo. Pero no se trata de un cinismo filosófico, que está más allá de todo conocimiento, sino del cinismo ramplón, pedestre, que al hacernos sentir superiores desde un punto de vista moral, pues “no tenemos nada que ver con la delincuencia ni con la corrupción del gobierno”, nos permite insensibilizarnos, es decir, evitar toda empatía con las víctimas de la violencia, y expresar opiniones despectivas, por ejemplo: “si lo ejecutaron es porque andaba metido en algo”, “¿cómo no quería que lo secuestraran si siempre andaba en esos antros nada recomendables?”, o “seguro andaba vestida de modo provocativo, por eso le pasó lo que le pasó”. La apatía, el miedo, la falta de empatía y el cinismo son síntomas de una enfermedad nacional bastante extendida, que seguro tiene uno de sus orígenes en la desesperanza.
Pero, ¿de dónde viene la desesperanza? De la certeza de que las cosas no cambiarán —al menos no para mejorar—, porque eso es precisamente lo que nos dice la experiencia de por lo menos los últimos cincuenta años. Un desaliento que comenzó a gestarse en tiempos de los abuelos de las actuales generaciones de jóvenes, con el declive del llamado “milagro mexicano” y el inicio del endeudamiento nacional, y que se afianzó entre los mexicanos en la década del ochenta, entre crisis financieras, devaluaciones, desempleo, fraudes electorales, terremotos, accidentes catastróficos y la consolidación de los grupos delincuenciales que para entonces ya se extendían en el país. Se trata de una desesperanza que lleva madurando entre nosotros más de media centuria, que se ha enquistado con firmeza, de la que será muy difícil deshacernos aun cuando el estado de cosas mejore.
Una desesperanza que inmoviliza, que castra, que encoge nuestro universo y nuestro futuro al hacernos pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”. Y lo fue no porque en el pretérito haya habido una época dorada, sino porque simplemente en cada año que retrocedamos en la historia del país había menos violencia, menos miedo, menos miseria, menos estrechez de miras.
En una situación así, cuando los ciudadanos se encuentran dominados por la apatía, el miedo, el cinismo y la desesperanza, es natural que en cada uno de ellos se desarrolle, en diferentes grados, la insensibilidad. Una “insensibilidad útil”, dice Grossman, pues “me habré protegido de mí mismo tanto como habré podido con la ayuda de un poco de indiferencia, de inhibición y de ceguera deliberada, y un mucho de autoanestesia”. Así, como el imperativo principal es “protegerse”, en medio de su desaliento el individuo debe buscar un refugio estrecho adonde no lleguen los peligros, las asechanzas, las amenazas. Un reducto existencial. Un sitio pequeño; diminuto, mejor. Y ya allí, limitar sus emociones, sus sentimientos y sensaciones a los que sean menos desagradables, menos angustiantes: que las tragedias, las desgracias y los duelos se queden afuera. Que no me toquen. Que me dejen en paz, yo no tengo nada que ver con ellos. A mí qué me dicen, eso no me viene ni me va. Esos muertos, esos secuestrados, esas violadas, no son mi problema. No quiero saber nada...
Una insensibilidad comprensible, sobre todo porque es automática y surge del interior del mismo individuo, no
por una falla de carácter sino en respuesta a una necesidad de supervivencia, a manera de estrategia para “continuar con su vida”.
Comprensible, sí, pero, ¿sin consecuencias? No, porque además de que se convierte en un obstáculo para generar empatía con los demás y por lo tanto inmoviliza las reacciones ante los embates de la realidad, también coarta la libertad de acción, de movilidad, de pensamiento. Una insensibilidad que, a final de cuentas, afecta la sed de conocimiento, la capacidad de raciocinio y la capacidad sensorial, la tendencia a la búsqueda de la felicidad, las satisfacciones estéticas de cada quien y el abandono a sus impulsos naturales. David Grossman lo expresa con estas palabras:
La gente que me rodea y yo mismo —esto es lo que siento— pagamos un precio muy alto por culpa del estado de guerra permanente: la disminución de la “superficie” del alma que entra en contacto con el mundo violento y amenazador del exterior; la limitación de la facultad —o voluntad— de identificarnos, aunque sea mínimamente, con el dolor ajeno; la suspensión de todo juicio moral y la desesperación ante la imposibilidad de entender lo que realmente pensamos en esta situación aterradora, engañosa y compleja, tanto moral como prácticamente. Por eso tal vez creemos que es mejor no pensar ni saber, que es mejor dejar la tarea de pensar, actuar y establecer normas morales en manos de los que seguramente “saben más”.
Y en un país donde los ciudadanos optan por encerrarse en sí mismos cubriéndose con una suerte de armadura que los vuelve inmunes a la realidad, a cualquier manifestación que provenga de afuera de su diminuta “zona de confort”, ¿qué ocurre con la obra de sus artistas, y en especial con la de sus escritores? ¿Ellos también se recubren de esa “insensibilidad útil”, a la que se refiere Grossman, con el fin de que la situación en que se halla inmerso el país no afecte su capacidad creativa? Sin duda algunos lo hacen.
Dirigen su atención, imaginación y talento a temas y asuntos que nada tienen que ver con el momento histórico que les tocó vivir, evadiéndose del aquí y ahora e intentando con sus obras que lectores y espectadores hagan lo mismo. Otros, sin embargo, encaran la oscura realidad para tratar de cuestionarla, registrarla, dejando asentadas sus denuncias con la intención de que su inconformidad permanezca en el tiempo. Un buen porcentaje de las artes y la literatura producida en México en lo que va del siglo XXI se ha enfocado en la situación general del país, en la violencia y sus consecuencias, en la corrupción política, en el miedo y el duelo de la gente, en una “resistencia” artística, a pesar de verse afectada por el “estado de ánimo nacional”, insiste en superar la inmovilidad, la insensibilidad y, sobre todo, el empobrecimiento del lenguaje. Porque, como señala David Grossman, cuando nuestro universo vital se estrecha, otro tanto ocurre con las maneras de expresión capaces de recrearlo:
Por propia experiencia puedo decir que el lenguaje con el que los ciudadanos de un conflicto prolongado describen su situación, es tanto más superficial cuanto más prolongado es el conflicto. Gradualmente se va reduciendo a una secuencia de clichés y eslóganes. Empieza por el lenguaje creado por las instancias que se ocupan directamente del conflicto: el ejército, la policía, los ministerios y otras; rápidamente se filtra a los medios de comunicación que informan sobre el conflicto, dando lugar a un lenguaje todavía más retorcido que pretende ofrecer a su público una historia fácil de digerir
(creando una separación entre lo que el Estado hace de la zona oscura del conflicto y la forma en que sus ciudadanos prefieren verse). Y este proceso acaba penetrando en el lenguaje privado e íntimo de los ciudadanos del conflicto (aunque lo nieguen enérgicamente).
¿Es esto verdad? ¿El lenguaje de los mexicanos se ha vuelto más superficial, más adelgazado? ¿Incluso el de los escritores? Quien dude que el de la población ha venido empobreciéndose durante los últimos tiempos, sólo precisa encender el televisor en cualquiera de los canales locales o cadenas nacionales a su disposición, o escuchar por un rato la estación de radio de su preferencia. Locutores y conductores —que son desde hace décadas los encargados de “enseñar a hablar” a los ciudadanos— parecen haber reducido su léxico a una serie de lugares comunes que, si bien muchos no son tan recientes, siguen en boga gracias a ellos junto con otros recientes, derivados de los términos acuñados en la lengua inglesa para designar los nuevos procesos y aplicaciones tecnológicas, sobre todo las cibernéticas. En cuanto a los modos de referirse a la situación violenta que envuelve el país, pocos son los que van más allá de la
repetición de fórmulas y términos cuyo origen se halla en los comunicados y en las “historias oficiales” proporcionados por el gobierno. Y muchas veces, cuando se nota un cambio, una ligera variación o “ampliación” en su lenguaje, es porque han incorporado a él formas erróneas producto de la ignorancia del mismo (“hubieron varias ejecuciones ayer”, “habían multitudes en la manifestación”).
El lenguaje del periodismo escrito no va mucho más adelantado que el de sus contrapartes en los medios electrónicos. Salvo ciertas publicaciones y ciertos periodistas, la mayoría de reporteros y redactores escribe con las mismas fórmulas, los mismos giros y el mismo vocabulario, es decir, con ese lenguaje sintético, escaso, que, si bien sirve para darse a entender entre los mexicanos, da la impresión de haber perdido gran parte de su riqueza y de su facultad de decir, describir y narrar una realidad llena de claroscuros y matices, de emociones y sensaciones, de ideas y de estímulos, sí, pero que cuando se transforma en letra impresa se vuelve parca e imprecisa de modo irremediable, como si, más que las palabras o los modos, a los habitantes de este país nos faltara el aliento.
¿Ocurre lo mismo entre los escritores, los “dueños de la palabra”? No con los poetas, pues ellos se reinventan día a día. Con los narradores tal vez sí, por lo menos entre muchos. Y tampoco es algo nuevo, aunque se haya vuelto más patente en lo que va del siglo XXI. Y antes de que, indignados, empecemos a negarlo, vale la pena echar un vistazo (o una leída) a cualquiera de nuestros libros clásicos, a alguna novela escrita durante la primera mitad del siglo XX y compararla con las que se publican hoy en día.
Si algún joven de ahora toma, por ejemplo, La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán,
o Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz, o El resplandor, de Mauricio Magdaleno, todas escritas antes de que “nuestro desaliento” se tornara crónico, seguro tendría que recurrir al diccionario (o a alguna aplicación pertinente en su teléfono celular) hasta varias veces en cada página, si es que no abandona la lectura casi de inmediato por considerarla “muy difícil” o incluso “ilegible”. Lo mismo pasaría si se leyera una novela concebida en los años sesenta o setenta. ¿Esto quiere decir que los escritores de esas épocas estaban más preocupados por el lenguaje, por el léxico? ¿O tan sólo es una prueba de que en esos entonces “había” un lenguaje más rico circulando en las calles entre los ciudadanos, un lenguaje que en las décadas recientes no ha hecho sino encogerse, empobrecerse?
Ya en la década del ochenta del siglo anterior —cuando el desaliento y la desesperanza arraigaban de modo definitivo en el ánimo de los mexicanos—, algunos escritores y críticos literarios empezaron a identificar este fenómeno señalando la superficialidad, la “facilidad” y la pobreza verbal de ciertas obras narrativas que, además de tener un enorme éxito de ventas, entraban en la órbita de las publicaciones consideradas “literarias”. Los más conservadores las denostaron, las cubrieron de improperios, y crearon un compartimento crítico para ubicarlas: la literatura light. Hubo (ojo: no hubieron) incontables debates por espacio de varios años en los medios escritos, por supuesto. Las defensas a este tipo de libros variaron entre quienes aseguraban que la crítica era misógina (se decía que la mayoría eran escritos por mujeres) y los que exponían el argumento de que se trataba de una narrativa que intentaba adecuarse a su tiempo y a sus lectores, que estaban hartos de experimentos y selvas lingüísticas. No hubo consenso. La narrativa mexicana continuó su devenir, mientras los escritores nuevos se adecuaban a una u otra tendencia durante las siguientes décadas, pero lo que sí resulta claro es que la gran mayoría de las obras narrativas que se publican, se premian y se comentan hoy de manera favorable habrían sido satanizadas por quienes en los ochenta ponían en alerta a los lectores contra las novelas light.
¿Se empobreció nuestro lenguaje? ¿O nomás se transformó? ¿O lo que cambió fue la manera de leer? Seguro ocurrieron las tres cosas, y algunas más. Los modos de leer evolucionan, igual que los modos de escribir, y un escritor precisa adecuarse a su tiempo, a sus lectores, es cierto. Sin embargo, los escritores, los “dueños de la palabra”, también deberían preocuparse por ampliar, aunque sea un poco, la cantera de la que extraen el lenguaje de sus creaciones. Pero, ¿cómo hacerlo si lo que constituye esa cantera es el habla cotidiana, los giros, las jergas, lo coloquial, y está cada vez más escasa? ¿Cómo hacerlo cuando el lenguaje público, el del gobierno, el de los medios, el de la gente se reduce día con día hasta convertirse en una herramienta casi unidimensional?
En la última década, por si esto fuera poco, se sumaron al lenguaje público los mensajes emitidos por los grupos en pugna del crimen organizado, empobreciéndolo aun más. Desde que el ejército mexicano abandonó los cuarteles, extendiéndose a diferentes territorios del país para intentar lo que las corporaciones policiacas no habían logrado, esto es, controlar la criminalidad y la violencia omnipresentes, las luchas entre las distintas facciones delictivas comenzaron a manifestarse a través de comunicados, vehículos con altavoces, folletos y letreros públicos (llamados “narcomantas”), en los que asentaban sus intenciones a los ojos del pueblo, reaccionaban en contra de las autoridades, las denunciaban como cómplices o las acusaban de abusos, y lanzaban retos de muerte contra sus rivales. Como resulta lógico, al apropiarse de este modo de los espacios públicos, estos grupos redujeron el ámbito de nuestro lenguaje. Dice David Grossman:
Y cuanto más insoluble parece la situación y más superficial se vuelve el lenguaje que la describe, más se difumina el discurso público que tiene lugar en él. Al final sólo quedan las eternas y banales acusaciones entre enemigos o entre adversarios políticos de un mismo país. Sólo quedan los clichés con los que describimos al enemigo y a nosotros mismos,
es decir, un repertorio de prejuicios, de miedos mitológicos y de burdas generalizaciones en las que nos encerramos y atrapamos a nuestro enemigos. Sí, el mundo es cada vez más estrecho.
Ante un panorama tan yermo, tan estrecho, tan desalentador de por sí, ¿qué es lo que le corresponde hacer a un escritor? Me refiero, claro, a un escritor de los que optan por encarar la realidad de su país en vez de huir de ella para encerrarse en su “torre de marfil”. ¿Cómo detener este estrechamiento de nuestro mundo? ¿Cómo evitar que el lenguaje, el público, el nuestro, el de la gente de la calle, continúe empobreciéndose? ¿Cómo escribir el México actual, tan estrecho y escaso? ¿Servimos de algo los escritores en un país que vive una situación como la actual? ¿O valdría más la pena optar por el silencio, callar, dejar de escribir?
Es cierto, la mayor parte de estas
preguntas podrían responderse con los argumentos habituales: la misión de un escritor en situaciones como la de nuestro país en la actualidad es la de registrar los hechos, no importa si lo hace de modo literal, metafórico o simbólico, para que esos mismos hechos no caigan en el olvido de las generaciones futuras. O: sin caer en el panfleto, en la diatriba literal y ramplona, el escritor debe denunciar a quienes son responsables de la situación, es decir, quienes detentan los poderes, al sistema, a los criminales, tan sólo creando relatos donde estas realidades queden plasmadas. O: la labor del escritor es provocar, inquietar, sacudir y contradecir las ideas cómodas de las “buenas conciencias” presentes y futuras, o lo que es lo mismo, a quienes prefieren encerrarse en su diminuta “zona de confort” sin querer mirar lo que ocurre fuera de ella. O: el escritor tiene por fuerza que cuestionar los hechos que se desarrollan a su alrededor y tratar de encontrar el porqué de esos hechos; debe, como los médicos, hacer un intento por localizar las raíces de la enfermedad, diagnosticarla y, si es posible, plantear algún remedio. Y en lo que se refiere al lenguaje: debe ensayar nuevos modos, procedimientos no gastados, encontrar formas inéditas con el fin de ampliar sus horizontes y obstaculizar su deterioro y empobrecimiento. En resumen, el escritor tiene la consigna de ampliar un universo cada vez más reducido.
¿Es posible llevar esto a cabo a pesar del desaliento, de la desesperanza, del miedo, de la apatía, de la insensibilidad? ¿O es necesario hacerlo en contra de todo eso? Muchas veces me he preguntado si nuestros antecesores se plantearon preguntas semejantes ante la realidad convulsa que les tocó en suerte vivir. Heriberto Frías, ante la matanza en Tomóchic en 1892, donde él formó parte del contingente agresor, ¿se planteó la posibilidad del silencio?, ¿pensó que su lenguaje se empobrecía frente a lo que atestiguaba?, ¿o simplemente se puso a escribir? Y Martín Luis Guzmán, al presenciar las matanzas de la Revolución, como la que plasma en “La fiesta de las balas”, ¿se llenó de dudas o tan sólo cedió al impulso de su pluma y lo escribió?
Otros escritores de otras latitudes y otras épocas han vivido tiempos y sucesos incluso más terribles que los de México en la actualidad. Los escritores judíos (y no sólo ellos) durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo. El húngaro Bèla Zslot, a quien su médico consiguió librar de los campos de la muerte inyectándole el virus del tifo para salvarlo de ser embarcado en alguno de los trenes que transportaban a sus hermanos de raza hacia la “solución final” y así pudiera narrar su experiencia y dejar un testimonio, como estas palabras:
Todo lo que había definido hasta ahora al hombre europeo había desaparecido a nuestro alrededor. Seguíamos viviendo, pero estábamos más muertos que los muertos de otras épocas, pues éstos tenían una tumba con una lápida y su nombre escrito en ella. Nosotros ya no tenemos nombre.
Testimonio, denuncia, registro, las palabras de Zslot son una reflexión sobre lo que ocurrió en su país y su tiempo, y a la vez un intento de explicación acerca de por qué es preciso seguir practicando el oficio después de vivir, o mientras se vive, rodeado de barbarie en determinada época. Las semejanzas resultan evidentes: ¿no ocurre ahora que, para nosotros, mucho o todo lo que había definido este país ha desaparecido? ¿Dónde quedó el lenguaje de décadas atrás? ¿Dónde la tranquilidad, la seguridad, el optimismo? Y en lo que se refiere a los muertos sin lápida ni nombre, ¿no nos recuerdan estas líneas a los miles de desaparecidos?
El siempre citado filósofo Theodor Adorno, por su parte, afirmó: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. ¿Qué quiso decir? ¿Que había que optar por el mutismo? No lo creo. Tal vez se refería a la escritura como una irrupción bárbara en un ámbito desolado, inerme y sordo a causa del luto. Porque, de otro modo, callar sería añadir silencio a la muerte. Sería condenar a los desaparecidos a no poder expresar un testimonio, así sea éste a través de la ficción, con las palabras de los narradores o de los poetas. Acaso por ello Paul Celan dejó estas palabras: “Un poeta no puede dejar de escribir, mucho menos si es judío y su idioma es el alemán”. Afirmación que invita a llevar a cabo un acto de resistencia por medio de la literatura, por muy pobre que sea nuestro lenguaje, contra esa realidad hostil y descarnada que sigue allá afuera. Y la poeta rusa Ana Ajmátova publicó el texto titulado “En lugar de un prólogo”, como pórtico de su poemario Réquiem, donde dice:
En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me “reconoció”. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):
—¿Y usted puede describir eso?
Y yo dije:
—Puedo.
Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que alguna vez había sido su rostro.
De estas palabras de la poeta rusa podría deducirse que, aun cuando nuestro México sea cada vez más enjuto y estrecho, y el lenguaje de los ciudadanos cada vez más pobre y escaso, esos mismos ciudadanos tal vez esperan algo de nosotros, los escritores. Algo que los satisfaga, que les insufle de ánimo para salir de la desolación, que les otorgue un poco de esperanza para abandonar el miedo y salir de la apatía y la insensibilidad. Tal vez sólo esperan que alguien deje asentado el descontento general. O tal vez no esperan nada, pero de cualquier modo vale la pena intentarlo.
Es posible que ninguno de los escritores mexicanos contemporáneos esté capacitado para transmitir a sus lectores tranquilidad o sosiego, ni para mejorar el talante de la población, mucho menos para expandir un universo que se reduce un poco más día a día. Lo que sí podemos hacer es tratar de detener este empobrecimiento del lenguaje que es consecuencia de todo lo demás. Y tal vez, mientras por medio de las palabras intentamos evitar que desaparezca ese país que todos añoramos, el México de años atrás que, si bien no era el ideal al menos era más vivible que el de ahora, mientras le recordamos a quienes son responsables de la situación que nos oprime que sus abusos no serán olvidados y que quizá las generaciones venideras estarán en condiciones de cobrarles las cuentas pendientes, mientras hacemos lo posible por evitar la desmemoria de la gente, mientras resistimos y seguimos escribiendo, mientras tratamos de impedir que nos acostumbremos a la tragedia y la veamos como “lo normal”, mientras, en fin, nos esforzamos por reinventar y enriquecer este nuestro lenguaje tan gastado y contaminado de simulaciones y mentiras con el fin de obligarlo a decir de nuevo las verdades necesarias, tal vez sin que nos demos cuenta nuestro mundo deje de encogerse y veamos alguna sonrisa en los rostros adustos de quienes ahora sienten que sus fuerzas están por agotarse.