Por Gema Pajares >
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“Amo a Gala más que a mi padre, más que a mi madre, más que a Picasso y más incluso que al dinero”. Una declaración de intenciones de Salvador Dalí hacia la mujer que le transformaría la vida y sobre la que no abundan textos publicados, hecho que llamó poderosamente la atención de Carmen Domingo, periodista, autora teatral y ansiosa por conocer un poco más de una mujer menuda con el óvalo de la cara como el de una aceituna y de nombre Elena Ivanovna Diakonova.
La autora tardó cuatro años en poner en pie Gala-Dalí (Espasa). Fue el tiempo que le llevó consultar, bucear en archivos y rastrar papeles que arrojaran algo de luz sobre la musa surrealista, la mujer estéril, de carácter hosco que abominó del primer encuentro con el artista de Figueras.
Ella nació en el seno de una familia de intelectuales rusos. Dalí era la antítesis. Le horrorizaban las bromas escatológicas del artista, sus maneras bruscas, su aspecto desaliñado; sin embargo, desde el primer momento fue consciente de que estaba frente a un diamante en bruto.
“Dalí se debe a ella. Él era un hombre creativo y revolucionario, pero sin Gala no habría llegado a ser el genio que conocemos. Ella le aportó todo, en mayor medida, la seguridad que necesitaba. Probablemente solo no hubiera triunfado al nivel planetario en que lo hizo. Ahí estaba su musa para darle el empujón, aplicar con él el marketing, lo que en su momento, era una auténtica revolución”, explica la autora.
Una de las novedades de esta obra, es el relieve que da a la relación de Gala con el tarot. De hecho, la autora asegura que redactó dos novelas: “La primera llevaba unas cuatrocientas y pico de páginas en orden cronológico desde 1916. Hasta que un día, en una reunión con un grupo de amigos, uno de ellos, me descubre una afición suya: su gusto por el tarot. Y en ese momento, cuando volví a casa supe que lo que había escrito no iba a ninguna parte y lo cambié de principio a fin y arranqué con el tarot, que se convirtió prácticamente en una necesidad para Gala. Ahí, la clave”.
“Lo que se cuenta en las páginas es rigurosamente cierto. Se echaba las cartas varias veces al día y también lo hacía con Dalí. No daba un paso sin consultar el tarot”, afirma.
El libro empieza con un texto en primera persona de Gala, “Saco una del mazo. El Loco. Qué ironía, el único arcano sin número, sin límites, libre. Las cartas son las únicas que me entienden. A las únicas a las que debo hacer caso”.
De hecho, la novela está divida en capítulos según los arcanos del tarot, son 21 más El Loco, que es el arcano cero, de El Mago (Hoy empieza todo), que es el primer capítulo, a El Mundo (La suerte está echada), con que se cierra y en el que, a diferencia del arranque, es Dalí quien habla en primera persona, cuando Gala está a punto de morir, enloquecido, pidiendo que no le abandone pero incapaz al mismo tiempo de soportar su olor putrefacto.
La surrealista infancia de Cécile
“Después de que conoció a Dalí en 1929, no se interesó nunca más en mí”, contaba Cécile. Tenía 11 años cuando Gala los abandonó a Paul Éluard a ella.
“Ella nunca fue muy cálida, incluso desde antes. Se comportaba de una manera muy misteriosa, muy reservada. Nunca llegué a conocer a mi familia rusa.
Ni siquiera sé su fecha de nacimiento”, explica. Cuando se marchó con Salvador Dalí, Cécile fue a vivir con su abuela paterna en París, viendo a su padre con mucha regularidad y a su madre sólo una o dos veces al año. Para Gala, Cécile en realidad no existió. La hija se casó cuatro veces y lo recuerda como algo habitual teniendo los precedentes de su propia casa. “Mi padre contrajo matrimonio después de enviudar de su segunda esposa.
Cada nuevo enlace lo festejaba como una fiesta. Para mí era de lo más natural”, ha escrito. Sin embargo, Cécile fue muy reticente a hablar y a desvelar algo, aunque fuera mínimo, de la relación con su progenitora, por otro lado prácticamente inexistente.
Mientras ella pasaba su infancia en la casa que los Éluard poseían en Eaubonne, al Norte de París, el pintor Max Ernst decoraba las paredes de las estancias y compartía lecho con su madre Gala, que era aún la esposa del poeta.
Moscú-Clavadel, 1913
—Estarás sola durante un tiempo, pero regresarás curada. Tus pulmones no te molestarán más —le aseguró Dimitri, su padre, con un tono que alejaba el dramatismo, pero que confirmaba la importancia del paso que estaba a punto de dar. Gala mantenía con Dimitri una complicidad que no tenía ni con su madre ni con sus hermanos. Por más que este, en realidad, no fuera su padre, sino su padrastro. Sin embargo, ella lo sintió desde el principio como su padre verdadero. El único padre que había conocido y la única figura masculina de la que aceptó un consejo y, quizás, algún reproche. Su presencia eliminó de su recuerdo a aquel Diakonov que, borracho de vodka, pegaba a su madre todas las noches hasta que por fin, un día, acabó por abandonar a la familia a su suerte y no volvieron a saber de él. Poco después, Dimitri Illitch Gomberg entraba en la vida de Antonina, la madre de Gala, y en la de sus cuatro hijos para quedarse.
—Desde que era una niña... está así desde que era una niña —se lamentaba la madre de Gala mirando impotente a su hija sin saber qué más podía hacer.
—Quizás deberíamos llevarla al Hospital Central.
Y así lo hicieron. Gala también estaba cansada de tanta enfermedad, de tanto tener que quedarse en casa desde niña porque cualquier movimiento la ahogaba. Acababa de cumplir dieciocho años y no había mes en el que no tuviera una recaída que agravara la naturaleza de su enfermedad. En Moscú, los médicos, tras examinarla a fondo, preocupados por que su afectación pulmonar acabara evolucionando en una mortífera tuberculosis.
Fragmento de Gala-Dalí