Bob Dylan, Premio Nobel de Literatura 2016. Cuando la secretaria perpetua del galardón, Sara Danius, leyó el histórico fallo, la sala de prensa de Estocolmo reaccionó sorprendida con gritos y aplausos. “Por haber creado nuevas formas de expresión poética en la gran tradición de la canción americana”, dijo, y bien dicho, por cuanto dejaba claro que el jurado había comprendido la naturaleza híbrida de su arte. Cuando le preguntaron a Danius si eso significa que otros escritores de canciones podrían recibir el galardón en el futuro, la mujer sonrió y citó uno de los títulos de Dylan de principios de los sesenta: “The Times They Are A-Changin” (“Los tiempos están cambiando”).
Nacido en Duluth, Minnesota, en 1941, Bob Dylan llegó al Village de Nueva York para tomar el relevo de Woody Guthrie y convertirse en pocos meses en la gran promesa del mundillo folk. Heredero de trovadores como el citado Guthrie y Pete Seeger, pronto dejó claro que lo suyo era un arte radicalmente original, al unir la tradición de la poesía isabelina con las canciones populares escocesas e irlandeses y la seminal influencia del country y el blues, y actualizarlo todo mediante el uso de un lenguaje que bebía de los escritores beat.
Dylan puso voz a la lucha por los derechos civiles y las transformaciones culturales, sociales y políticas de los sesenta, pero pronto renunció a cualquier portavocía generacional y abrazó a Rimbaud, la electricidad, el simbolismo y el caos. En el transcurso de año y medio, entre 1965 y 1966, publica tres discos claves: Bringin’ It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde On Blonde, que cambian para siempre el estilo del rock y el pop, liberados del romanticismo adolescente para atreverse con cualquier tema.
Imposible, por otro lado, entender el actual renacimiento del folk-rock, ahora bautizado como Americana, sin sus seminales Basement Tapes de 1967.
Abrumador su disco del 74, Blood on the tracks. Incomprendido pero sublime su disco cristiano del 79, Slow Train Comin’... Como le explicó Bono, cantante de U2, a Anthony DeCurtis, crítico de Rolling Stone, en 2001, “Hablar de Bob es como hablar de las pirámides. ¿Qué puedes hacer? Sencillamente te echas hacia atrás y... tragas saliva”.
Ahora bien, ¿Nobel de Literatura? La magnitud del sismo tiene que ver con el hecho de que el rock nunca gozó de la respetabilidad de la alta cultura, pero, sobre todo, con que la canción es una forma de arte autónoma,literaria, sí, pero también, y esencialmente, musical.
Las palabras de Danius, bien meditadas, tratan de adelantarse al fuego. Es absurdo obviar el monumental catálogo artístico del cantante y compositor, e ingenuo creer que el Nobel y las menciones a Homero y Safo taponarán la vieja polémica respecto a las jurisdicciones de lo literario y/o los méritos o deméritos de la canción en el terreno de la alta cultura.
Irvine Welsh, el novelista escocés, autor de Trainspotting, arremetió inmediatamente en Twitter contra los académicos: “Soy fan de Bob Dylan, pero esto es una torpe maniobra de nostalgia salida de las próstatas de unos viejos hippies babeantes”. Casi al mismo tiempo Salman Rushdie escribía que “de Orfeo a Faiz la canción y la poesía han estado siempre estrechamente vinculadas. Dylan es el brillante heredero de la tradición de los bardos. Gran elección”.
Christopher Ricks, catedrático de la Universidad de Boston y uno de los críticos más influyentes en lengua inglesa, publicó en 2003 Visions of sin, un monumental ensayo de casi 600 páginas en las que revisaba el caso y concluía que, en efecto pocos autores han jugado mejor con las posibilidades del idioma, pocos han manejado mejor la rima y el ritmo, levantado imágenes y retorcido palabras que el autor de “Like a Rolling Stone”.
LEGADO ASOMBROSO. El chico que con 21 años escribió “Vi lobos salvajes alrededor / de un recién nacido, / vi una autopista de diamantes/ que nadie usaba,/ vi una rama negra/goteando sangre todavía fresca,/ vi una habitación llena de hombres / cuyos martillos sangraban” (“A Hard Rain’s Gonna Fall”) confesó, en 1997, que “Mi barco está destruido y se hunde rápidamente./ Me ahogo en el veneno,/ no tengo futuro ni pasado, / pero mi corazón no está cansado, es libre y liviano / Sólo siento afecto para los que han navegado conmigo” (“Mississippi”). Después de mil batallas su imaginería y su legado es tan asombrosos que hace ya mucho que nadie, ni siquiera los Beatles, puede opacarlo en el panteón de la música del siglo XX. Acaso sólo Louis Armstrong, Robert Johnson, Hank Williams y Chuck Berry, cuatro de los titanes del jazz, el blues, el country y el rock and roll, puedan mirarle a los ojos. Pero ninguno, ni siquiera Berry, desmintió los marcos a los que supuestamente debía constreñirse, capturó el pulso de una época y, asunto crucial, sostuvo la excelencia creativa durante una carrera que camina ya hacia la sexta década. Sus discos de senectud, de Time out of mind (1997) en adelante, demuestran que todavía sabe cómo escribir canciones pluscuamperfectas: “Not Dark Yet”, “Things Have Changed”, “Mississippi”, “Red River Shore”, “Sugarbaby”, “Aint’Talkin” y “Nettie Moore” figuran entre las más asombrosas creaciones, de él o de cualquiera,de los últimos 20 años.
Incluso en los ochenta, cuando parecía perdido sin remedio, entregó un puñado de tonadas superlativas. Enfrascado en una interminable gira de conciertos desde finales de los ochenta, su magnitud es tal que bien puede afirmarse que sólo a partirde 2017 sabremos si el Nobel de Literatura se abre al rock y aledaños. En 2016, de momento, lo ha recibido Bob Dylan. Un continente aparte. Eso sí, mucho mejor si la Academia del Nobel no fantasea en exceso: siempre es posible que, ocupado con algún recital, Bob no acuda a la ceremonia. Y de momento y al cierre de estas líneas no había dicho nada, ni siquiera un gracias. Como escribió Obama poco después entregarle la Medalla de la Libertad, después de que el cantante rechazara hacerse una foto con el presidente y/o departir con los otros galardonados, “Así es como queremos a Dylan, ¿verdad? Un poco escéptico acerca de todo el lío”.
Obama, por cierto, ha sido de los primeros en felicitarle, liquidando de paso cualquier controversia: “Enhorabuena a uno de mis poetas favoritos, Bob Dylan, por un Nobel muy merecido”.