Saint-Exupéry, corresponsal de guerra. Podría parecer el título de una película de Charles Chaplin, tan mudas que hablaban solas. Nada más lejos de la realidad. El padre de El principito sobrevoló los Pirineos y arribó a España en agosto de1936, cuando la contienda ya había arrancado. El primer viaje lo hizo pilotando su propio avión. Le enviaba el diario parisiense L’Intransigeant, para el que publicó cinco reportajes con Barcelona y el frente de Aragón como escenarios bajo un título que dejaba escaso lugar a la imaginación: L’Espagne ensanglantée (España ensangrentada).
Él supo ver esa frontera invisible a la que se refería en sus crónicas de portada. A bordo de su nave echará de menos Perpiñán, “esta pequeña ciudad en la que siempre era domingo. Una plaza mayor, un café musical y un poco de oporto por las noches. Desde mi sillón de mimbre asistía a la vida de provincias. Se me antojaba un juego tan inofensivo como pasar revista a unos soldados de plomo(...)”, escribe, y adelanta de manera visionaria una frase: “Sobrevuelo los Pirineos. He dejado tras de mí la última ciudad feliz”.
Antoine de Saint-Exupéry sabía que en tierra firme los hombres se mataban unos a otros, aunque lo que más le llama la atención es que no existan desde las alturas señales de la devastación y del horror: “No ha quedado ninguna marca sobre el pequeño montículo de gravilla blanca; veo brillar esa iglesia al sol, y aunque sé que ha sido quemada, no distingo sus irremediables heridas”.
La frontera invisible. Al sobrevolar Gerona la escena se repite: no hay nada que le haga presagiar una guerra entre hermanos, apenas unas señales de humo. El periodista —quien también trabajará para el diario Paris-Soir, donde ven la luz varios reportajes sobre el frente de Madrid (había apalabrado la cantidad de diez por los que cobraría 800 mil francos)— narra cómo ve por primera vez a escasos centímetros de su hombro que nada es lo que parece en España. En una cafetería un hombre que bebe vino es encañonado por un grupo de milicianos y abandona el lugar con los brazos en alto. Su vaso quedará sobre la mesa como testigo mudo de una ausencia infinita.
Saint-Exupéry sólo visitó la zona republicana pero se mostró absolutamente imparcial en sus crónicas. Narra lo que vive y lo que ven sus ojos; también aquello que le cuentan sus amigos, como el hombre a quien una bala le silba y atraviesa el sombrero, y lo que vive él en una ciudad tomada por los anarquistas.
Para el escritor, “la guerra civil no es una guerra, sino una enfermedad”, un mal que obliga a hablar en voz baja, como si se estuviera en un aséptico centro médico: “Se respira aquí un ambiente de hospital”, escribe. “Estos hombres no van al asalto embriagados por la idea de la conquista, luchan quedamente contra un contagio. Y en el bando contrario, sin duda, ocurre lo mismo. En esta lucha no se trata de expulsar a un enemigo fuera del territorio, sino de curar un mal. La nueva fe se asemeja a la peste. Ataca desde dentro. Se propaga de manera invisible. Y en la calle los de un bando se sienten rodeados por unos apestados a los que no logran reconocer”, anota.
La sinrazón y el sinsentido afloran en estas páginas: en los dos bandos hay crueldad, dice. Se mata en ambos, se liquida a unos y a otros.
Esos cuerpos habitados por la audacia juvenil, esos cuerpos que sabían amar, sonreír, sacrificarse, nadie se acuerda de enterrarlos ni siquiera”. El periodista es testigo vivo de la muerte, la ve con sus propios ojos, la huele: “Aquí simplemente se pone al hombre contra la pared y se esparcen sus entrañas sobre las piedras. Te hemos atrapado. Te hemos fusilado. No pensabas como nosotros...”, relata casi en carne viva.
El autor de El principito se preguntará por el sentido de la vida y por la dignidad humana tras haber sido testigo de esta barbarie: “¿No entienden que en algún momento nos hemos equivocado de camino? La colmena humana es más rica que nunca, disponemos de más bienes y tiempo de ocio y sin embargo nos falta algo esencial que no logramos definir”.
Una guerra civil no es una guerra, sino una enfermedad
Antoine de Saint-Exupéry
Mis guías anarquistas me acompañaron pues. Llegamos a la estación donde se embarcan las tropas. Hemos de reunirnos con ellas más allá, lejos de los andenes construidos para los tiernos adioses, en un desierto de agujas y de señales. Y titubeamos, bajo la lluvia, en el laberinto de las vías muertas.
Recorremos trenes olvidados de vagones negros, cuyos departamentos, color de hollín, albergan formas rígidas. Me siento impresionado por ese escenario que ha perdido toda calidad humana. Los escenarios de hierro son inhóspitos. Un navío parece vivo si el hombre, con sus pinceles y sus óleos, no cesa de enjalbegarlo de falsa luz. Pero, tras quince días de abandono, el navío, la fábrica, la vía férrea se apagan y adquieren un rostro de muerte. Las piedras de un templo, tras seis mil años, aún fulguran por el paso del hombre, y sin embargo un poco de herrumbre, una noche de lluvia bastan para convertir ese paisaje de estación en algo completamente ajado.
He aquí a nuestros hombres. Cargan sus cañones y ametralladoras sobre las plataformas. Empujan con sus lomos, emitiendo unos “¡han!” sordos, contra esos insectos monstruosos, esos insectos sin carne, esos bultos inmensos de caparazones y de vértebras.
Y me asombra el silencio. Ni un cántico, ni un grito. Apenas si a veces, cuando cae un cañón, suena hueco el tabique de acero. No oigo ni una
voz humana.
Fragmento de un reportaje publicado en L´Intransigeant en agosto de 1936