Una dinámica que repite incansable la progresión de desvestirse para entender los deseos, las frustraciones y los miedos. Bajo esta premisa El Ventrílocuo regresa a escena en el Teatro Julio Prieto, con una historia donde, a través de una anécdota con un toque de comedia, se ponen al descubierto las relaciones destructivas, la subordinación, la dependencia emocional y otros temas que proponen quitar máscaras y emprender una metamorfosis.
De nueva cuenta, el director Adrián Vázquez se aventura y retoma el montaje original de Larry Tremblay —estrenado en Canadá en 2002— y traducido por Boris Schoemann, el cual narra la historia de Gaby, una adolescente que tendrá que surcar las vicisitudes de la vida cotidiana para cumplir el sueño de su vida: convertirse en la mejor escritora del mundo.
“Ella tiene un bloqueo que le impide escribir y decide ir a terapia con el Doctor Limeston, quien tiene una terapia muy particular para ayudarla. Conforme la historia trascurre nos damos cuenta la relación entre ellos es más de lo que aparenta ser, se desvela que ésta es un poco más amplia y profunda; no estamos hablando solamente de paciente y doctor, así como caen las capas descubrimos otros papeles que cambian el sentido de todo”, expuso en entrevista con La Razón el director del montaje.
Lo que en un principio se ve como una secuencia plana poco a poco muta en historias que se entre ponen una dentro de otra, personajes que revelan nuevas realidades al espectador haciendo que éste cuestione si todo es una ilusión.
“Todo comienza con un ventrílocuo que le habla al público con una muñeca, Gaby cumple la metáfora de la muñeca manipulada. Nos convencemos del papel de cada uno pero al final las vueltas de tuerca nos hacen cuestionarnos quién manipula a quién”, explicó Vázquez.
“Pienso en ello como símbolo de la realidad en la que vivimos: estamos convencidos de ser los dueños de nuestro destino sin saber si realmente somos manipulados en cualquier tipo de estatus”, afirma el director en referencia a las relaciones donde se confía en el rol que desempeña cada parte sobre el otro para luego cuestionar dónde radica el poder.
EN ESCENA. Con pulcritud escénica y recursos escénicos sencillos que equilibran con la temática, los protagonistas Estefanía Ahumada y Rafael Balderas emprenden el juego actoral que Vázquez ofrece como la mayor apuesta: “Confiramos mucho en la capacidad actoral. Cuando uno ve al histrión dejar sangre y sudor en el escenario, cualquier tipo expectativa con la que el público llega puede desaparecer al contagiarse de esa misma rabia escénica”.
Para entender a fondo la historia
—que se desenvuelve con un cierto aire de parodia al psicoanálisis— e interpretarla con mayor fidelidad, director y protagonistas llevaron a cabo un minucioso estudio del texto. “Tuvimos entrevistas con terapeutas para que nos dieran pauta acerca de qué tan certera es la terapia que se lleva a cabo en El Ventrílocuo; nos interesa es mostrar las posibilidades humanas, no estamos haciendo una crítica a los psicoanalistas, nos referimos a cualquier relación afectiva con alguien”.