Leopoldo II, el sádico monarca belga que inspiró a Hitler y Stalin

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En el libro El fantasma del rey Leopoldo, el escritor Adam Hochschild reveló que el monarca de Bélgica mantuvo las vastas tierras que ahora se conocen como la República Democrática del Congo, como posesión personal desde 1885 hasta 1908.

Cuando fue obligado a entregarlas al parlamento de su país, mantuvo los hornos encendidos durante ocho días en palacio, destruyendo todos sus registros: “Les daré mi Congo —se le oyó decir— pero no tienen derecho a saber qué hice allí”. Los papeles ocultaban la muerte de diez millones de congoleños, o lo que es lo mismo, la pérdida del 50 por ciento de la población autóctona.

Leopoldo lamentaba ser monarca de un lugar pequeño, que no mostraba deseos de sumarse a la carrera imperialista. Tras años de buscar en los mapas y en las triquiñuelas de la política internacional, algún pedazo de espacio con qué saciar su codicia, dio con la terra incógnita ubicada en el corazón del Continente Africano. Y tuvo la astucia de encubrir sus proyectos bajo un manto de pretextos filantrópicos. Gracias a una brillante campaña propagandística, logró embaucar a medio mundo.

El Acta de Berlín (febrero de 1885), presidida por Bismarck, dejó en sus manos una zona cuya extensión superaba el millón y medio de kilómetros cuadrados, denominada Estado Libre del Congo, cuyo gobierno y administración corrió por cuenta de Leopoldo, con total exclusión del Estado belga.

Antes, el monarca había tenido la previsión de contratar a una de las estrellas internacionales del momento, el explorador Henry Morton Stanley, quien sentó las bases para el dominio leopoldino. El mentiroso patológico que ha pasado a la historia por haber encontrado al “perdido” doctor Livingstone —supongo—, persuadió a centenares de jefes de la cuenca del Congo, a que firmaran sus tierras y sus derechos al rey de los belgas. La mayoría de los jefes no tenían idea de lo que estaban firmando.

Los que rechazaron o no cumplieron sus cuotas fueron azotados, torturados o fusilados; otros vieron a sus esposas e hijos tomados como rehenes por los soldados. Los años de Stanley a su servicio hicieron posible que Leopoldo engullese un territorio equiparable a 66 veces la extensión del suyo, cuyas riquezas, principalmente el marfil y el caucho, hicieron de él uno de los grandes magnates de su tiempo.

Lo que ocurre en medio, lo sintetiza muy bien Vargas Llosa en el prólogo: “Es una gran injusticia histórica que Leopoldo II no figure, con Hitler y Stalin, como uno de los criminales políticos más sanguinarios del siglo XX”.

El libro muestra una foto que resume el sufrimiento de los nativos: se trata de un congoleño en cuclillas, contemplando la mano y el pie cortados de su hija de cinco años.

Dos largas décadas, el Roi des Belges dirigió con mano de hierro los destinos de este territorio, como su rancho privado. Sin pisar nunca las tierras, saqueó sus riquezas naturales de manera sistemática. Para lograr sus fines, se sirvió de no pocos Kurtz —que tan bien retratara Conrad en El corazón de las tinieblas—, que establecieron un sistema de trabajos forzados y de esclavitud. Castigos físicos llevados al extremo, latigazos, secuestros, asesinatos, mutilaciones de manos y pies, destrucción de aldeas...

Los métodos utilizados por los sicarios de Leopoldo, para obligar a los nativos a trabajar hasta la extenuación o la muerte, apuntan a un holocausto.

Hasta tal punto que en 1920 varios funcionarios dejaron por escrito su alarma, por el enorme descenso de población local; temían quedarse sin mano de obra. Mientras el “terror del caucho” se extendía a través de la selva congoleña, Hochschild cuenta cómo pueblos enteros fueron exterminados:

los cadáveres eran arrojados en ríos y lagos, mientras que cestas de manos cortadas se presentaban a oficiales blancos como evidencia del número de muertos, que sumaban y que parecía no llegar a su fin bajo el régimen de Leopoldo.

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