Amedeo Modigliani (Livorno, 1884-París, 1920) apenas medía 1.65cm... pero era bello, intenso y excesivo.
“Un ángel caído, herido de muerte por la tierra. Un hombre débil con apariencia de hombre fuerte, traído al mundo, al que la enfermedad devoraba bajo su carne y los resortes de su carne”, como escribe el historiador del arte y amigo íntimo, André Salmon, autor de La apasionada vida de Modigliani.
Sólo un gran escritor, un mejor observador y un perspicaz crítico es capaz de escribir una crónica plagada de estampas emocionales a medio camino entre el desahucio emocional, la épica y la genialidad. Algunos agradecen que exista la literatura de Stevenson, salvando las distancias, otros celebramos que Salmon estuviera en “la primera línea de playa”, de la vida del maestro.
Murió el pintor a los 35 años tras una emponzoñada de largas noches de sexo, hachís mezclado con cocaína, absenta y mominette —un destilado de patata con potentes capacidades alucinatorias—. Falleció escindido entre la convicción de su talento y la certeza de su fracaso.
De entre todos cuantos le rodeaban, destacaba Salmon, quien asistió a la ebullición, los excesos y la pronta caída de su amigo italiano. En primera línea... Desde sus comienzos intentando hacerse un hueco en las galerías hasta su delirante final.
Sus amigos (Cocteau, Picasso, Brancusi, Blaise Cendrars, Diego Rivera, Chaïm Soutine, Vicente Huidobro...) le llamaban Modí, que es como se pronuncia la palabra “maldito” en el idioma de Molière. Y maldito fue su final en Hospital de la Caridad, susurrando “Cara Italia” hasta que su hermano —líder del Partido Socialista Italiano — solicitó que se le enterrara como a un príncipe y que tuviera unas exequias dignas de un personaje público.
Modí... Un marginal de porte aristocrático con su traje de terciopelo nogal, camisa dorada, bufanda roja y sombrero de ala ancha. Picasso dijo de él que era el único tipo en París que sabía vestir. Desde niño se sintió amado por su madre, intelectual y librepensadora que inculcó a su pequeño el veneno del arte. También le amó su tía Laura, que le leía a Kropotkin y le reconciliaba con su herencia sefardí.
A los 22 años llegó a la capital del Sena; era inteligente, exquisito y hablaba un francés sin acento. Vivió en buhardillas miserables, en habitaciones de amantes, en hoteluchos de poca monta. Aunque nunca dejó de pintar, anheló ser escultor. Y abordó tal disciplina con la misma genialidad e idéntico ardor que sus cuadros y dibujos. Dibujó cientos de cuadros y miles de dibujos en solo 10 años. Siempre retratos, muchas otras, desnudos. Cuerpos y caras que expresan su avidez por desenmascarar la carne y el alma. La única vez que logró exponer en vida, en la galería Berthe Weill, un policía que vivía en frente clausuró la muestra por ultraje al pudor —porque se veía vello púbico y de las axilas —. Desnudos de sexualidad arrebatada que hoy suscitan la admiración universal pero entonces prendían el escándalo.
Sus modelos son capítulo aparte. Decía que “pintar a una mujer es poseerla” y eso hacía. Las retrataba para desnudarlas y las desnudaba para retratarlas en telas que hoy son inmortales.