Dunkerque de Christopher Nolan

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Foto: larazondemexico

La batalla de Dunkerque fue una catástrofe para las fuerzas expedicionarias británicas, las tropas belgas y el ejército francés. Entre finales de mayo y principios de junio de 1940, alrededor de 400 mil soldados fueron empujados a la playa, quedando aislados y arrinconados en ese puerto del norte de Francia, con mínima protección aérea, en espera de ser evacuados. Mientras tanto los tanques y la infantería nazis detuvieron su empuje de manera inexplicable, dejando a los bombarderos de la Luftwaffe la tarea de despedazar lentamente al enemigo indefenso. Christopher Nolan eligió este episodio de la Segunda Guerra Mundial, que bien pudo haber sido olvidado y enterrado entre otros desastres bélicos y vergüenzas militares, para ofrecer una poderosa reflexión al respecto del espíritu humano, la voluntad de supervivencia y el poder de la comunidad ante el caos. Esta fenomenal metáfora de la civilización occidental en la orilla del precipicio es una derrota con una carga de triunfo, de desafío a la adversidad, valor ciudadano y resistencia (un término muy de moda ahora). Lo ocurrido ahí sirvió de inspiración y dio un respiro antes de la batalla de Inglaterra que estaba por comenzar. La espera del rescate se prolonga aterradoramente ya que la marina real no puede arriesgar los barcos que serían necesarios para salvar a todos los hombres, por los preparativos de la defensa de las islas británicas.

Fue entonces que una flotilla de alrededor de setecientas pequeñas embarcaciones civiles de recreo y comerciales de todo tipo participaron en el rescate de 338 mil 226 hombres, en la denominada Operación Dynamo.

Nolan divide su cinta en tres perspectivas: la de The Mole, el antiguo rompeolas usado como embarcadero, ya que daba acceso a grandes barcos (el puerto quedó inutilizable por los bombardeos alemanes); la del mar, donde las embarcaciones corren el riesgo de ser hundidas por los aviones y submarinos nazis; y la del cielo donde tres Spitfires británicos luchan contra Stukas alemanes en las secuen-

cias más épicas del filme. Una de las apuestas fascinantes de Nolan es el uso de tres escalas de tiempo distintas: los eventos en tierra se desarrollan en una semana, en el mar en un día y en el aire en una hora. De esta forma el tiempo se ve moldeado como un origami para contar simultáneamente eventos, algunos de los cuales son vistos desde más de una perspectiva en una delirante y vertiginosa sucesión de noche-día-noche-día. Las historias que se entretejen en estos ritmos diferentes son las de los pilotos, los marinos civiles y la de dos soldados, cuyos nombres desconocemos (hasta la secuencia de créditos), de los que no sabemos nada mientras los vemos conspirar en silencio e improvisarse como camilleros para tratar de llevar a bordo a un herido olvidado, pero su plan fracasa. Los dos intentan una y otra vez subir a un barco sin resignarse a la fatalidad que parece perseguirlos.

Ante la inminencia de la muerte pierden importancia los nombres, los orígenes y los datos personales. La ironía de que uno de los jóvenes necesita defecar añade un nivel más a la tragedia corporal que es la guerra.

La fotografía es apabullante, en buena medida por la película de gran formato usada, la cual recupera de manera prodigiosa toda clase de detalles y hace que las tomas de la playa se conviertan en complejos caleidoscopios boschianos y no en meras manchas de uniformados sobre la arena. Desde las primeras imágenes Nolan nos ofrece visiones descarnadas, minimalistas, sin explicaciones (lo más parecido a eso son los papeles de propaganda que tiran los aviones nazis amenazando a los aliados) ni contexto, donde un poderoso e implacable enemigo permanece invisible mientras los soldados aliados tratan angustiosamente de sobrevivir. Dunkerque evita la grandilocuencia histórica, los dramas lacrimógenos y la petulancia política; no tiene héroes ni villanos en ningún sentido convencional, sólo hombres empujados al borde del abismo y la manera en que responden a la adversidad en función de su rango, miedo, destrezas y frustración. Nolan trata a sus estrellas con indiferencia, incluyendo a Kenneth

Brannagh, como un testigo impotente más, y al talentoso Tom Hardy, a quien le vemos el rostro completo por unos segundos en la última escena.

La música juega un papel fundamental al llevarnos desde desolados paisajes sonoros al nervioso staccato de cuerdas que evoca el cine de horror y de ahí a pasajes auditivos casi abstractos donde el ruido (impactos de bala, respiraciones, motores desvencijados, olas) y la instrumentación se fusionan y hacen pensar en SPK, Einstürzende Neubauten y Test Dept., entre otras instituciones de la música industrial. Y sobre esto un enloquecedor tic tac enfatiza la urgencia y desesperación como una bomba de tiempo. El estruendo del combate, la música y los desplazamientos frenéticos de la cámara (que más allá de desorientar a menudo parecen violar la ley de la gravedad) hacen de la cinta una experiencia envolvente, en la que el espectador se siente también vulnerable y ciego. Nolan, a contracorriente del cine actual, evita todo regodeo sanguinario, en vez de explotar el morbo de las mutilaciones y los cuerpos despedazados apuesta por imágenes cargadas de simbolismo.

Dunkerque es un filme con tono apocalíptico, puramente masculino (fuera de dos o tres enfermeras que aparecen fugazmente) que destaca, como toda gran película, por la historia que cuenta y la manera en que lo hace, así como por ser un homenaje al cine mismo y un testimonio del tiempo en que aparece, con la obviedad de la referencia al Brexit (británicos escapando de los cañones nazis como eco de los británicos escapando de los bancos alemanes). Es muy significativo el momento en que los soldados impiden acercarse al muelle a los militares que no son ingleses. Desde hace décadas la Segunda Guerra Mundial en el cine se ha vuelto una especie de refugio de las certezas morales, “la guerra justa” en la que el bien y el mal aún tenían sentido. Contar esta historia hoy tiene numerosas resonancias. Una masa de hombres en edad militar siendo bombardeados sin misericordia no puede más que recordar la Guerra Contra el Terror, don-

de el dominio total de los aires convierte el conflicto en mera partida de caza.

Por otro lado está el mensaje optimista de que el mundo no se ha olvidado de los desesperanzados. Si bien ese conflicto mundial trajo el ideal de que la humanidad se uniría para nunca más permitir genocidios y atrocidades, una y otra vez el sufrimiento de muchos pueblos ha sido ignorado, ya sean los tutsis en Ruanda, los bosnios, sirios, congoleses

o millones de refugiados que tratan

de cruzar el Mediterráneo escapando de guerras y carnicerías en África y Asia.

El énfasis que hace Nolan al mostrar chalecos salvavidas no parece inocente y puede entenderse como una referencia a la agonía de los exiliados que ha tenido un icono distintivo en esos dispositivos de flotación. Asimismo cuando la embarcación del marino civil Dawson, interpretado por el gran Mark Rylance, y sus hijos recogen del mar soldados cubiertos de petróleo podríamos estar viendo el rescate de inmigrantes africanos de una de tantas travesías fallidas hacia Europa.

Entre los muchos aciertos de este filme está mostrar a la guerra como infamia que se sobrevive y no como aventura heroica, pero aún más importante es que Nolan pone en evidencia que la guerra no ha terminado.

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